Mel estaba dando vueltas en su casa, sintiendo un picor en los brazos. La idea de aceptar un trato con Dante había sido una pésima decisión, pero ahora no podía quitarse de la cabeza el deseo de tener una de esas botellas en sus manos.
Por dios, estaba muy mal.
Eran las siete de la noche y el tema le había consumido durante todo el día.
En cuanto escuchó el sonido de la puerta, corrió hacia ella. Ahí estaba él, de pie, con los brazos cruzados en la espalda.
— Se está haciendo tarde —le mostró la botella.
— No puede ser, de verdad la trajiste —no pudo evitar estudiarla detenidamente. Tenía una expresión de asombro, sus ojos brillaban. Era real.
Dante sonrió ante su reacción. Se la entregó para que la pudiera analizar mejor— Te dije que lo haría, ¿no?
La sostenía con cuidado. Claro que, perfectamente podía haber sido una imitación. Pero no era así.
— ¿Y qué pasa si... no cumplo mi parte del trato?
— Bueno, entonces tendríamos un problema
No podía despegar los ojos del Nieeport. Tal vez estaba exagerando pero sentía cómo su estómago se revolvía de emoción.
— ¿Es auténtica? —no pudo contenerse a preguntarlo.
— No iría a darte una réplica. No te preocupes.
No sabía por qué, pero confiaba en su palabra. Alzó la vista hacia él, sin saber muy bien qué hacer ahora.
— ¿Qué? —extendió su brazo para apoyarse en el marco. Eso le dio más altura y la hizo sentir pequeña— ¿No me vas a dejar entrar?
Mel se rió. A pesar del nerviosismo que la recorría, su presencia le hacía sentir una extraña seguridad— Claro que sí —tomó su muñeca para hacer que avanzara unos pasos más adelante y cerró la puerta trás él. Le devolvió la botella—. No pensarás que voy a beberme esto yo sola.
— Me alegra saberlo.
Lo condujo al sofá— Esperame aquí —dijo, y fue hasta el armario en busca de copas.
Desde su posición, Dante la veía deambular por la sala mientras se regocijaba internamente.
Una vez que bebiera, la habría provocado. Se habría dejado seducir por un demonio, algo que el débil de Adrien no había estado dispuesto a hacer en todo el tiempo que llevaba aquí.
Lo que significaba que Dante estaba un paso en frente, y siempre lo estaría.
Melisa regresó con las copas en la mano y un sacacorchos. Demostró una vez más su habilidad para destapar la botella.
— Así que sabes lo que haces —comentó él, haciendo que ella se avergonzara y bajara un poco la mirada.
Le pasó la botella y le permitió servir el primer trago. No tardó casi nada en llevarse la copa a los labios. Él la imitó.
Sintió el dulce licor quemando y descendiendo por su garganta.
— No está mal —dijo Dante, removiendo el líquido en su copa.
— Realmente espero que no te lo hayas robado —bromeaba, y él lo sabía. Pero había una sombra de duda en su voz.
Dante bebió otro sorbo— Te sorprendería lo fácil que es hacer que la gente me de cosas gratis.
— La verdad no sé si quiero saber cómo —replicó antes de tomar un trago.
Dante terminó lo que quedaba y ahogó una risa, que vibró con una aspereza atrayente— No me digas que no tienes curiosidad —dejó su copa a un lado, dejó servido un poco y se inclinó para tomar la copa de Melisa, sirviéndole más vino sin que se lo pidiera.
Ella no se quejó.
— Tal vez un poco
Se la devolvió y regresó a su posición, apoyando una pierna sobre otra— ¿Sólo un poco
— Bueno —bebió—. Cuéntame, ¿cuál es el truco?
— Es bastante simple. Todos tienen precios —abrió un brazo para extenderlo sobre el respaldo, quedando frente a ella.
— No lo comprendo. Pensé que habías dicho que no pagaste nada por esto.
— ¿Dinero? No —la admiraba mientras ella seguía bebiendo—. Lo que quiero decir es que cada persona tiene un precio. Los más ambiciosos tienen un precio más alto, si se quiere.
— ¿Quieres decir que igual les diste algo a cambio?
Fijó la vista en su pupila. Le gustaba su interés. Tenía una curiosidad que habría estado encantado de complacer, si fueran otras las circunstancias.
— Podríamos decirlo así. Digamos que son favores. Algo pequeño, una petición.
Melisa terminó su copa. Dante se aseguró de llenársela de nuevo, sin hacer comentario alguno sobre la rapidez con la que la vaciaba. No quería que dejara de hacerlo.
Dejó que diera otro trago para aprovechar y preguntar— ¿Cual es tu precio?
— ¿Mi precio?
— Sí, ¿cuál es el tuyo?
No estaba segura de a qué se refería con exactitud— Pero, ¿mi precio para qué?
Aguardó un rato en silencio antes de proseguir, no le quitaba la mirada de encima, era intensa; quería intimidarla. Necesitaba que se sintiera minúscula sin estar consciente de ello.