Almas carmesí

41 | Suspicacia

Rouse llegó rápidamente a la casa de Mel en el auto de su madre, para la suerte de Adrien, quien estaba sentado en la acera con las manos apoyadas en las rodillas –muy inquieto, cabe agregar– cuando se estacionó a su costado.

Ella alargó la mano hacia la puerta del copiloto desde su asiento, indicándole que subiera.

— Realmente no quería envolverte en esto —dijo él, y se levantó para entrar.

Rouse activó la ubicación en la pantalla que estaba conectada a su teléfono, proyectando la ubicación— Creo saber dónde está. Pero me temo que no está tan cerca.

Sin esperar más, arrancó el auto. En cuestión de minutos ya estaban atrapados entre el flujo de vehículos, cuyo movimiento le impedía avanzar tanto como quería.

— Hablo en serio cuando te digo que no quiero involucrarte en esto —su tono era ligero pero parecía forzado, aferrándose cada vez más al optimismo—. Bastará con que me lleves al lugar y te quedes fuera, ¿de acuerdo? No tardaré mucho.

Su postura era tensa y el agarre de sus manos sobre el cuero del asiento se intensificaba, no tanto por sostenerse de ante los giros bruscos del vehículo, sino porque cada minuto era una posibilidad menos de encontrarla con vida.

Para su insatisfacción Rouse había pasado de largo su petición. Era de esperarse con esa terquedad que caracterizaba a los humanos.

— ¿Ya me vas a decir que es lo que sabes que evidentemente yo no? —le preguntó ella.

Adrien mantenía la mirada perdida en la ventana, viendo pasar las casas con un parpadeo. Se negaba a mirar el mapa en la pantalla, no quería saber cuánto más tardaría en descontrolar sus ansias.

— Es mejor que no lo sepas.

Rouse no quitó las manos del timóm, pero le lanzó una mirada de reojo.

— ¿Por qué no?

— No podrías procesarlo.

Y no podía culparla, una simple mortal no podría entenderlo tan fácilmente.

— ¿Estás diciendo que soy estúpida, Adrien?

Él suspiró profundamente, agotado de hacer el intento de convencerla. La mente humana era tan frágil, siempre tratando de demostrar que no eran inferiores, que podían manejar lo que no comprendían.

— ¿Estás segura de que quieres saber?

Lo observó con dureza— ¿Qué tan malo es?

Adrien metió la mano entre sus bolsillos y sacó un pequeño frasco de vidrio, luego se inclinó para dejarlo por encima del volante.

— Necesito que te pongas esto. Y no quiero que te lo saques para nada mientras estemos allá, ¿sí? —Rouse alternó la mirada entre el frasco y él, frunciendo el ceño. Adrien pudo leer las dudaa en su mente, así que respondió antes de que las formulara—. Es un collar hecho de draxil.

— ¿De...qué? —se detuvo en un semáforo.

Aprovechó los siguientes segundos para estudiar el contenido del frasco. Dentro había una pequela piedra de un amarillo radiante, tan luminoso que le parecía emitir su propio resplandor.

— Es un mineral —contestó—. No sabes de él porque no se puede conseguir aquí.

— ¿Cuál es la relación? No entiendo.

— Conoces a Dante, ¿verdad? —ella asintió, sin saber a dónde quería llegar—. Sí, bueno. Dante no es humano. Lo que contiene ese frasco evitará que te haga daño.

Rouse lo miró en silencio, no dijo nada. En su lugar, empezó a reir. Una risa que murió muy pronto— ¿Todo esto es parte de una broma?

— No es una broma. Suena muy demencial para ti, lo sé. Pero no estoy jugando.

Ella entrecerró los ojos, tenía la voz llena de ironía— Y si no es humano, ¿qué se supone que debo creer que es?

— Un demonio —replicó con calma, ella volvió a reirse—. Y yo también.

— ¿Qué eres un demonio dices?

— Y Lucifer es mi padre.

— Claro —fingió aceptarlo con burla— ¿No crees que estamos en una situación demasiado seria para jugar a ser diablito? Además, es solo una roca —la observó de cerca con incredulidad, sosteniéndola frente a la luz de los faroles—. Ni siquiera luce auténtica, podría jurar que la sacaste del barrio chino.

— En realidad, es japonesa.

— Ahora qué cosas sin sentido dices.

— ¿Sabes quién es Amaterasu? —continuó sin darle la oportunidad de interrumpir—. Es una diosa de la metología japonesa. Verás, hace muchos siglos, Amaterasu creó una gran barrera, imbuyéndola con su escencia solar, para proteger los santuarios de los dioses de cualquier escencia maligna que intentara corromperlos. La roca que tienes en tus manos —la señaló—, es un fragmento de esa barrera. Si Dante la toca, se quemará, al igual que yo.

Rouse sacó la piedra del frasco y la sostuvo frente a sus ojos, girándola en sus dedos— ¿Qué eres un demonio y esta piedrita te va a quemar?

Ya había pasado por esta escena y sabía que las explicaciones no sería suficientes, ya no quería detenerse a tratar de convencerla con palabras, así que tomó el collar y lo apretó, soportando el ardor mientras su piel chisporroteaba. El sonido de la carne quemándose y el humo que desprendía hizo que ella cambiara su expresión de repente, apartándo la roca de él.




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