Almas carmesí

44 | Desolación

— Yo... la verdad no termino de entender nada de esto —dijo Mel, siguiendo sus pasos.

Adrien había cargado a Rouse hasta su carro, dejándola con cuidado en el asiento del conductor después de comprobar que no tuviera ningúna afección lo suficientemente grave como para alterar su salud. Lo único visible eran marcas en los brazos y el cuello, rastros de la violencia de Dante. La pobre había sido el objeto de forcejeos repetidos, convirtiéndose en instrumento de chantajes.

— Tu misión estaba aquí, entre los mortales, pero en algún punto tu alma se perdió. Comenzaste a reencarnar como ellos, y evidentemente tus recuerdos se borraron —explicó Adrien, cerrando la puerta dem vehículo y volviéndose hacia ella. Apoyó un brazo sobre el techo—. Tu escencia se mezcló con tu parte mortal, por eso no pudiste regresar al inframundo con tu padre. No hay maldad en ti, ni una pizca, eres la diosa de la muerte dulce.

Melisa parpadeó con inseguridad.

— ¿La diosa de qué?

— Por eso el imbécil no podía matarte de otra forma. Morir con agonía va en contra de tu naturaleza.

Una diosa. Era una diosa, la hija de Hades. Esas palabras rebotaban en su cabeza y eran tan escepticas a sus oídos que creía estarse enloqueciendo otra vez. Estaba viviendo una realidad que no le pertenecía, y que tampoco quería.

— Eso no aclara por qué Lucifer me busca.

Adrien caminó alrededor, buscando el collar que Rouse había tirado anteriormente.

—Como te dije al principio —continuó—. Tu padre y el mío nunca han estado en buenos términos. Ambos creen ser superiores al otro. Si mi padre logra extinguir tu alma, debilitatá el alma de Hades. Eres como una extensión de él.

Encontró el colgante detrás de la llanta delantera.

— Toma el collar de Rouse —le dijo. Mel caminó hacia donde estaba él—. Fue Hades quien me lo dio. Este collar, además de protegerte de nosotros, suprimirá tu parte mortal para que desaparezca al estar frente al umbral, y entonces podrás atravesarlo.

— ¿Qué umbral?

— Hacia atrás de este almacén, hay una especie de portal que te llevará más rápido al jardín. Yo te enseñaré el camino, luego volveré por Rouse, para regresarla a su casa.

Ella miró hacia el fondo del lugar y luego vio el collar en el suelo.

— ¿Esto significa que no volveré y tampoco los veré más? —su mirada reflejaba miedo y tristeza, y su mente gritaba otra pregunta «¿Ni a ti?»— ¿Qué pasa con toda la vida que tengo aquí?

— Perteneces a los dos mundos —le aclaró—. Podrás cruzar a conveniencia. Pero sí, tendrás que olvidar todo lo que hiciste como humana, y a todos —su voz se apagó al final de la frase, miró a Rouse.

Lo cierto era que, en el fondo, había hecho lo posible para que Mel intentara vivir el tiempo que le quedaba con normalidad, pero ahora que Lucifer sabía cómo lucía y dónde estaba, tenía que decidir por ella.

— Si te quedas, los verás morir. Ellos no son inmortales —añadió.

Un silencio cargado se extendió mientras obsverba a la chica dentro del carro, sintiendo una leve nostalgia. Parecía sereno, pero consideró un poco inmaduro de su parte fingir que no se había encariñado de cierta forma con ellos también. Melisa, por su parte, no podía evitar mirarlo, apreciaba su rostro en tanto se distraía con sus pensamientos.

No podía ser que, ahora que conocía sus sentimientos, tuviera que irse. Y tampoco podía evitar la necesidad de querer sentir lo que había sentido minutos antes, por eso se inclinó, pero Adrien ya había percibido lo que estaba pensando y volvió a apartarse con una mirada que denotaba molestia, pero sentía todo menos eso. En realidad, lo que más sentía eran punzadas filosas en el estómago.

— Te dije que pararas —dijo con tosquedad—. Y ponte el collar de una vez. ¿No entiendes que es peligroso?

Pero ella sentía cierta determinación.

— Si en verdad quieres que me detenga, ¿por qué no te resistes?

Adrien se quedó en silencio, giró lentamente la cabeza hacia ella, pero mantenía su inexpresividad. Le estaba costando bastante contenerse, lo estaba matando.

— No puedo —admitió, con una voz que casi parecía un susurro—. Solo ponte el collar y no digas más, maldita sea —Mel quedó a diez centímetros de su rostro, sus miradas se cruzaron. Estaba desesperándolo— Por favor, solo ponte el collar —le rogó.

Sin embargo, ya no era apto para disimular cómo se sentía, la fachada de contención se cayó y todo se le desmoronó. Sus únicas respuestas fueron cortadas por sus acciones porque se encontró incapaz y esta vez fue él quien la atrajo hacia sí con urgencia, besándola con suavidad. Ese beso era un alivio y una agonía, pero se sentía tan bien que quería extenderlo por la eternidad.

¿Qué mierda estaba haciendo? ¿De verdad la estaba agarrando de esa forma?

Soltarse de ella terminaría por acabar con él y su cordura. Quería alargar el tiempo e infinitamente permanecer de esa forma. Llegó a considerar la opción de llevársela lejos, perderla y escaparse, pero sabía bien que era ridículo.

¿Cómo no se iba a enloquecer después de haber liberado todo el deseo que se estuvo acumulando en él desde que la vió? Y qué idiota había sido por negárselo a sí mismo. Pensaba en ella más de lo que debería.




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