Al amanecer del día siguiente, los ecos del alivio resonaron por toda la borda, brotando de la garganta exaltada de un marinero que, con ojos desbordantes de júbilo, clamó:
—¡Tierra a estribor!—
La tripulación, entre el cansancio y la desesperanza, recibió aquellas palabras como un bálsamo celestial. Sin embargo, aquel grito de esperanza pronto se mezcló con un alarido desgarrador que heló la sangre de todos los presentes. Era la reina, cuya voz quebrada contrastaba con el entusiasmo general. La noche anterior había reposado con la ligereza de una mujer en salud, pero al despertar, su vientre se encontraba grotescamente abultado, como si el tiempo hubiese corrido una carrera imposible contra la naturaleza misma. Desesperada, con el rostro desfigurado por la angustia, corrió al encuentro del capitán, quien observó su llegada con una mezcla de estupor y temor, pues en su mirada reconoció el peso de lo inexplicable.
—Me negué a la petición de la bruja por esta misma razón —declaró el capitán, con un tono quebrado— Temía lo que sus artes oscuras podían traer consigo—.
El capitán, sintiendo el frío del peligro recorrer su espalda, asintió gravemente. Sabía bien que si el rey llegaba a enterarse de semejante horror, tanto él como toda la tripulación pagarían con sus vidas.
Intentando disimular el tumulto en su corazón, la reina agregó con una voz que buscaba calma:
—Hemos encontrado tierra, capitán. Sobreviviremos—. Mas por dentro, el miedo le carcomía. ¿Cómo podría ignorar aquella monstruosidad que se gestaba en su interior?.
Horas más tarde, llegaron a una isla desierta, oculta tras una niebla espesa que parecía danzar con un propósito misterioso. Sin embargo, sus árboles ofrecían frutos de insólita abundancia, tan jugosos y coloridos que no parecían pertenecer al reino de lo común. La tripulación, animada por la esperanza de abastecerse, descendió al suelo desconocido para recolectar cuanto pudieran. Mientras tanto, la reina permanecía sentada sobre unas rocas cubiertas de musgo, acariciando su abultado vientre con manos temblorosas. Su mente vagaba entre la razón y el delirio, atormentada por preguntas que no podía responder. ¿Qué era aquello que crecía dentro de mí? ¿Un monstruo? ¿El mismo hijo del diablo?.
Recordaba con claridad los términos del pacto que nunca llegó a consumarse: la bruja le prometía hierbas milagrosas para asegurar un heredero cuando estuviera con el rey, Ahora enfrentándose a lo incomprensible, la reina rogaba en silencio que al regresar junto a su marido, todo este horror fuese desmentido por la razón. Aunque en el fondo, sabía que el tiempo ya no estaba de su lado.
Dos días transcurrieron entre la recolección de frutos, en los cuales la isla pareció expandirse interminablemente, como si sus árboles no tuvieran fin. El capitán, con rostro grave, tomó la decisión de regresar al barco, confiando en que el tiempo había sido suficiente para abastecerse. Pero, al embarcarse con su tripulación, el destino les deparó una tragedia. Olas furiosas comenzaron a golpear con tal fuerza que el barco se hundió en el acto, arrastrando con él a varios marineros al abismo de las aguas. El caos y el miedo desbordaron la cubierta, pero el capitán, en un último esfuerzo por salvar a quien pudiera, logró poner a salvo a la reina. Aquel naufragio quedaría marcado en las almas de todos los sobrevivientes. Sin embargo, mientras el mar arrastraba la última esperanza de su tripulación, la reina, inmóvil y temerosa, recordó la noche anterior. Una necesidad incontrolable la empujó a buscar a la bruja. Al encontrarla, la reina no pudo evitar la pregunta que había estado dando vueltas en su cabeza, Con voz temblorosa, pero decidida, le dijo:
—¿Cuál es el precio?—.
La bruja, en su rostro un rictus de satisfacción, contestó con serenidad macabra:
—Todos ustedes jamás saldrán de esa isla—.
La reina frunció el ceño, confundida, y replicó con una inquietud palpable:
—¿Isla? ¿Qué isla?—
La bruja, como si aquellas palabras fueran parte de un hechizo ya lanzado, sonrió con malevolencia. Su voz se volvió un susurro, pesado como el aire antes de una tormenta:
—pronto todo tendrá sentido, pero recuerda mis palabras, su majestad: esa criatura que crece en tu vientre… crecerá, y generación tras generación traerá desgracias. Y cuando llegue el tiempo, nacerá ella. Ella cobrará las deudas que has sellado y todas las generaciones de este barco perecerán. Todos ustedes están malditos—.
Una risa fría y malévola escapó de los labios de la bruja, mientras la reina, paralizada por el terror, no entendía nada. ¿Qué criatura? ¿Qué isla? Pensó que la bruja se había vuelto loca. Sin embargo, esa noche, las palabras de la bruja tomaron una forma siniestra, más real que nunca. Cuando la reina casi pereció ahogada, comprendió que aquella maldición era la causa de todo su sufrimiento, y que, de alguna manera, había sido ella misma quien la había desatado.
Finalmente, cuando la reina se unió a los pocos sobrevivientes a bordo de lo que quedaba del barco, compartió con el capitán todo lo ocurrido. El capitán, cuyas entrañas ardían de dolor, se desplomó al escuchar la historia. Uno de los marineros muertos en el naufragio había sido su hermano, y el peso de esa pérdida lo empujó al borde de la locura. Con el corazón destrozado, apenas pudo susurrar:
—Estamos atrapados—
Cuando la furia y la desesperación comenzaron a calmarse, la tripulación, agotada tanto física como emocionalmente, se reunió en torno a una fogata improvisada. Las llamas danzaban con inquietud, como reflejo del ánimo sombrío que se apoderaba de los sobrevivientes. La isla, oscura y silenciosa, parecía observarlos con ojos invisibles, mientras el sonido del choque de las olas al fondo se convertía en un lamento constante.
El capitán, sentado en un rincón con la mirada perdida, murmuraba palabras incoherentes, como si su cordura pendiera de un hilo. Pero su voz rota fue opacada por los gritos de la tripulación, quienes ahora buscaban un culpable para su desgracia.
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Editado: 15.01.2025