Esa mañana, Azazel despertó llena de entusiasmo, con el corazón latiendo a un ritmo acelerado. Era el día en que su plan finalmente se pondría en marcha. La espera había sido larga, pero su determinación la mantenía firme. Solo debía evitar ser descubierta por Israel y por las personas que custodiaban la choza del líder, aquellos cuya vigilancia parecía ser tan inquebrantable como el destino que ella misma se había trazado. En un bolso introdujo algunas sogas, una linterna y agua, y partió en silencio, como si el mismo viento la ocultara. Al llegar a la choza, una sensación extraña la invadió: los vigilantes no estaban. La ausencia de aquellos hombres, siempre presentes en sus rondas, la sorprendió profundamente. La choza era la más grande que había visto, la más robusta y, a la vez, la más siniestra. Cada pared parecía esconder un secreto, y su estructura, imponente, parecía desafiar la razón misma, como si fuera un lugar donde el tiempo mismo se perdiera.
Azazel, sin embargo, no podía permitirse pensar en tales detalles. Sabía que si el líder guardaba algo en secreto, este no estaría a la vista. Con paso firme, comenzó a inspeccionar cada rincón, cada habitación, buscando con una mirada que no dejaba de ser precisa y alerta. Fue entonces cuando, tras una búsqueda exhaustiva, descubrió lo que parecía ser un pasaje oculto, una escalera que descendía hacia las entrañas de la choza, hacia lo que solo podía ser un lugar de gran importancia. Bajó con cautela, la linterna temblando ligeramente en su mano, como si el mismo aire que la rodeaba se impregnara de un frío gélido. Al llegar al fondo, se encontró con una estancia subterránea que no había sido tocada por el paso del tiempo. Las pilas de documentos acumulados ante ella parecían testigos de secretos guardados por generaciones. Sabía que al fin descubriría la verdad, pero también entendía que, al hacerlo, ya no habría vuelta atrás. Todo parecía marchar bien cuando, de repente, una voz muy familiar interrumpió el silencio de la estancia.
—¿Qué es este lugar? —preguntó Israel, con una expresión de sorpresa en el rostro.
Azazel se giró rápidamente, su corazón latió con fuerza al escuchar esa voz, tan reconocible y, al mismo tiempo, tan inesperada en aquel momento.
—Esto… esto… ¿qué haces aquí? —tartamudeó Azazel, sin saber cómo explicarle a Israel cómo había llegado hasta allí ni, mucho menos, por qué se encontraba en ese lugar sin permiso. Su mente se nubló ante la incertidumbre, pero la presencia de él, tan cercana, la desbordaba por completo.
—Si papá se entera, tendrás graves problemas —dijo Israel, aunque no con el tono de reproche esperado. Su mirada no reflejaba enojo, sino una extraña calma, como si ya conociera las consecuencias que podrían seguir, pero como si, al mismo tiempo, no le importara.
El joven no parecía molesto por su presencia, algo que desconcertó aún más a Azazel. Sin embargo, Azazel sabía que la única razón por la cual él no la reprendía era porque, aunque su padre podría ser implacable, Israel sentía algo mucho más profundo por ella. Algo que él mismo aún no entendía por completo. Su corazón latía con una fuerza imprevista cuando estaba cerca de ella, una fuerza que ni él sabía cómo manejar, una emoción tan pura como confusa. Un amor que, al igual que él, aún se escondía bajo el nombre de "mejor amigo".
—¿Qué estamos buscando? —preguntó Israel, aunque en su mente se debatía una tormenta de pensamientos. Si lograba encontrar algo contra su padre, lo confrontará. Sabía que eso sería el fin de él, pero, en el fondo, también sabía que Azazel tenía razón. Algo en su interior le decía que las respuestas estaban allí, en esos documentos, y que no podía ignorarlo.
—Algo antiguo, algo que nos permita saber lo que ocurrió en 1850 —respondió Azazel, la incertidumbre pesando sobre sus palabras. También sentía inquietud por la disposición de Israel a ayudarla. Estaban buscando algo que pudiera ir en contra de su propio padre. Sin embargo, algo en el rostro de Israel le decía que él, de alguna manera, también lo necesitaba, aunque no lo admitiera.
El silencio volvió a caer entre ellos, y las horas pasaron lentamente. Solo el sonido del papel al ser tocado y la luz temblorosa de la linterna rompían la quietud de la habitación. Fue Israel quien, finalmente, rompió el silencio.
—¿Algo como esto? —dijo, con voz un tanto insegura. En sus manos sostenía un trozo de papel tan frágil que parecía que se desintegraría con el más leve toque.
Azazel lo observó con atención. El papel estaba cubierto de polvo, y las palabras escritas parecían una mezcla de angustia y desesperación. Los dos comenzaron a leer en silencio, el aire tenso a su alrededor.
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Año del Señor de 1850, primer día del año.
Nos hallamos perdidos, entregados al abismo de la incertidumbre. La reina, nuestra única esperanza, se retuerce en el dolor de su inminente alumbramiento. La angustia que anida en mi pecho es insoportable, pues cada latido me recuerda la desdicha que he traído. Mi único hermano, noble y leal hasta su último aliento, entregó su vida por salvarme de mi insensata ambición.
Si tan solo no hubiera aceptado aquel nefasto juramento, si hubiera negado el influjo de mis propios deseos, los hombres bajo mi mando no estarían ahora condenados. Esta isla maldita, llena de sombras y supersticiones, ha sellado nuestro destino. Y esa mujer, esa bruja cuyo nombre me niego a pronunciar, se erige como la autora de nuestra ruina. ¡Que el cielo nos ampare!
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Ambos se quedaron en silencio, mirando el trozo de papel con asombro. La sensación de haber tocado algo mucho más grande de lo que imaginaban los envolvía por completo.
—¿Crees que esto sea solo una historia más? —preguntó Israel, su voz quebrada por la incertidumbre. Su mirada se perdía entre las palabras escritas, como si pudiera encontrar alguna respuesta allí.
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Editado: 15.01.2025