En algún momento, se separó de Israel. Ahora, ella se encontraba sola, sumida en la oscuridad de sus pensamientos, intentando descifrar las palabras de aquellos hombres, cuando una chispa de recuerdo la hizo saltar: lo que dijeron sobre su madre. Un escalofrío recorrió su cuerpo, y su corazón, agitado, comenzó a latir con fuerza. Sin pensarlo, comenzó a correr hacia su hogar, sus pasos rápidos y desordenados, como si pudiera escapar de la angustia que la envolvía. El aire a su alrededor se volvía cada vez más espeso, como si la isla misma estuviera respirando en su cuello. El suelo bajo sus pies retumbaba, y cada centella de su mente solo podía pensar en una cosa: su madre.
Pero al llegar, lo que vio la hizo detenerse en seco. Su pequeña choza estaba envuelta en llamas, como un gigante infernal que devoraba todo a su paso. Azazel intentó correr hacia la puerta, a pesar de saber que no habría forma de salvar nada, ni a su madre, ni a sí misma. Pero su cuerpo parecía estar paralizado, atrapado en una pesadilla que se extendía ante ella. Gritaba con todas sus fuerzas, su voz rasgada por el dolor:
—¡Mamá!—.
Las llamas devoraban las paredes, pero la respuesta nunca llegó. Solo el rugir del fuego y el crujir de la madera quemada llenaban el aire. Luego, todo comenzó a derrumbarse, y, en una fracción de segundo, Azazel se vio obligada a retroceder. Un impulso primitivo la empujó hacia afuera, como si la isla misma la hubiera lanzado al exterior. Milagrosamente, no sufrió ni un solo rasguño. El aire se llenó con el peso del dolor que la invadía, pero ella no lo sentía; solo sentía vacío. Cayó al suelo, sus manos cubriéndose de tierra y cenizas, y el llanto la ahogaba. La desesperación la absorbió como un abismo profundo, y en medio de su sufrimiento, se perdió en su propio mundo. Pero en ese instante, un grito desgarrador, como un eco de su alma, salió de su garganta. Un grito tan visceral, tan lleno de dolor, que la misma isla, como si tuviera vida, respondió. La espesa niebla que cubría la isla desapareció en un parpadeo, como si los cielos mismos abrieran sus ojos. Todo se quedó en silencio, solo el eco del grito de Azazel resonando en la vasta inmensidad.
Desde una colina distante, el líder observaba la escena, su rostro impasible, con una sonrisa fría que reflejaba su complacencia. Había cumplido su parte del trato. Con una calma escalofriante, ordenó a sus hombres que buscaran a Magdalena. Él sabía que encontrarían su cuerpo quemado, porque él mismo la había degollado y dejado allí, entre las llamas, como una ofrenda a su propio poder. Cuando los hombres llegaron el fuego ya se había calmado, Azazel observó desde lejos cómo sacaban el cuerpo inerte de su madre. O lo que quedaba de ella. El horror que sentía no era solo por la pérdida, sino por la certeza de que su madre había sido despojada de su vida de la manera más cruel. El dolor y la rabia la quemaban por dentro, pero, por alguna razón, no podía moverse. No se levantó. No miró más. Solo se quedó allí, fija en el lugar donde había estado su hogar, su vida, todo lo que alguna vez fue su mundo.
Sentía como si la isla misma estuviera tomando su venganza. La furia de Azazel se encendió como un fuego interno. Todo lo que amaba había sido arrebatado, y el vacío se llenaba solo de ira. Fue en ese momento que el viento, como una manifestación de su dolor, azotó toda la isla con tal violencia que las copas de los árboles se doblaron, y el aire se cargó de una energía inexplicable. La isla, como un ser vivo, parecía estar respondiendo a su sufrimiento. Y Azazel lo sintió: la isla la estaba llamando.
Israel llegó a su lado, tocando su hombro con suavidad. El gesto fue un intento inútil de consolarla; no había palabra que pudiera calmarla. El dolor y la furia se apoderaban de su ser, y el sentimiento de culpa invadió a Israel. Sabía que su padre era el único con poder para hacer esto. No había sido un accidente, no era algo que pudiera culpar al destino: había sido su padre, el responsable.
Israel cerró los ojos por un momento, abrumado por los recuerdos que lo asaltaban. Había amado a Magdalena como una madre, porque cuando la suya murió, ella estuvo allí para él. En su mente, las imágenes de su infancia se entrelazaban con el dolor actual, pero en ese momento, no podía dejar que sus propios sentimientos lo consumieran. Azazel lo necesitaba más que nunca.
—Lo siento —susurró, con una voz quebrada, como si las palabras fueran insuficientes, como si todo lo que pudiera decir fuera demasiado pequeño para la magnitud del sufrimiento de ella.
El susurro de Israel hizo que Azazel saliera lentamente de su trance. Los ojos de ella se levantaron con una mirada fija, dura y llena de ira. La tristeza en su rostro se desvaneció, reemplazada por una furia incontrolable que se encendía en su interior.
—El culpable lo va a pagar —dijo, con una voz fría, pero cargada de promesas de venganza. Se levantó del suelo con rapidez, sus movimientos bruscos y decididos. Sacudió sus manos, como si intentara desechar las huellas del sufrimiento y la desesperación que las cubrían.
Entonces, algo profundo y primitivo despertó en su interior. La isla, su isla, parecía pulsar bajo sus pies, como si estuviera conectada a ella de una manera que nunca antes había comprendido. Era más que un hogar, más que un refugio; la isla y ella eran una sola. La isla la sentía. Y de repente, la revelación la golpeó con fuerza: podía usar eso a su favor. Sentía que la tierra temblaba levemente bajo sus pies, como si la isla misma respondiera a su ira. Era una sensación extraña, una mezcla de poder y vacío, pero también de pertenencia. Algo antiguo y primordial comenzó a despertar en ella, como si cada fibra de su ser estuviera siendo llamada por la isla misma, invitándola a aprovechar su fuerza. Azazel cerró los ojos por un momento, dejando que la energía del lugar la invadiera. En su mente, una visión fugaz apareció: un horizonte sombrío, marcado por el brillo de las llamas, pero también por una sombra oscura que se alzaba de entre los árboles. Sabía que la isla no solo estaba viva, sino que tenía sus propios secretos, propios deseos.
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Editado: 15.01.2025