Almas perdidas

5

La fría y espesa noche llegó a su fin, como un manto de olvido sobre los horrores del día anterior. En una pequeña choza, de paredes humildes y aire cargado de la fragancia de madera vieja, la señora que la habitaba descansaba ajena a los conflictos que se desataban. Permitió a ambos quedarse ahí, Sobre el lecho, Azazel yacía, sumida en un sueño inquieto, con Israel a su lado. El calor del sol, imponente y despiadado, filtraba sus primeros rayos a través de las rendijas de la choza, iluminando con dureza el rostro de la joven. Era un día claro y sofocante, como si el cielo mismo presagiaba el caos que se avecinaba.

Cuando Azazel despertó, los pensamientos la asaltaron con la rapidez de una tormenta, arrastrando consigo los recuerdos y los temores que creía haber enterrado. Con un esfuerzo titánico, reprimió las lágrimas que amenazaban con escapar de sus ojos, y fue entonces cuando, con movimientos bruscos, se dispuso a despertar a Israel. La tranquilidad que lo envolvía le resultaba insoportable, y su angustia no podía esperar más.

—Dame el resto de los documentos —ordenó con voz áspera, sin mirar a Israel. No había saludo ni preocupación por su estado; su única intención era asegurarse de que lo que necesitaba estuviera a su alcance.

—Buenos días —respondió él, sin atreverse a alzar la vista. Un rastro de duda cruzó su rostro, pero no lo expresó en palabras.

—No perdamos el tiempo —replicó ella con un tono cortante, como si el dolor que la oprimía fuera un hierro al rojo vivo, quemando todo a su paso. Su voz revelaba que había levantado un muro en su interior, un refugio construido para evitar que el sufrimiento la desbordara. Temía más que nada volver a sentir ese dolor desgarrador.

—Están ahí —señaló él, con el rostro algo sombrío, hacia una mochila que reposaba cerca. Azazel la abrió con impaciencia, y al revisar su contenido, su rostro se endureció al percatarse de que faltaban documentos. Según su memoria, había más, muchos más.

—¿Qué me ocultas? —dijo, su tono alzándose con furia. El temor de ser traicionada la invadió, haciendo que su voz sonara más tajante y acusadora—. ¿Qué hiciste con el resto?—.

—Eso... eso es todo —respondió él, sus palabras quebradas por el nerviosismo. Su mirada evitó la suya, como si la incertidumbre lo hubiera paralizado.

Azazel lo observó con intensidad, leyendo en sus ojos la lucha interna que lo consumía. Un rencor amargo brotó en su pecho, y su voz, gélida como el viento del norte, se hizo escuchar con fuerza.

—¿Estás conmigo o en mi contra? —preguntó, las palabras flotando en el aire como un juicio sin apelación. No esperaba una respuesta, pero necesitaba escuchar su confirmación. Algo en su interior deseaba una certeza, aunque fuera la más dolorosa.

Con un movimiento rápido y calculado, Azazel tomó los pocos documentos que quedaban y, sin otro gesto que indicara su despedida, se dio la vuelta y salió de la choza. Israel permaneció allí, quieto, inmóvil, con los ojos fijos en la puerta por donde ella se había ido. Su mente se debatía entre la preocupación y la resignación, pero sus pies no respondieron, y la dejó partir sin intentar detenerla. Cuando ella estuvo sola tomo otro pedazo de papel y comenzó a leer detenidamente.

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Año de Nuestro Señor, 1850 día 2

El rumor se extendió como un hálito de tormenta: la reina ha dado a luz. Al caer la noche, una niña llegó al mundo, arrancando la calma de los hombres y sembrando entre nosotros el amargo temor de una profecía sombría. Aguardábamos, con el corazón en suspenso, que aquella criatura fuera un presagio funesto, un monstruo deforme o el heraldo de la desgracia que tantos presagios nos han dictado.

Mas, contra toda expectativa, la niña surgió indemne del umbral de la vida, como un susurro de gracia en medio de la penumbra. Su piel, pálida como el alabastro, parecía emanar una luz tenue, un resplandor propio de un ser más cercano al firmamento que a la tierra. Sus rizos dorados caían sobre su frente cual hebras de sol capturadas por la mano de Dios, y en su frágil llanto se escuchó una melodía que quebrantó incluso los corazones más endurecidos de la tripulación.

Pero, ¡ay de la madre! La reina, cuya fuerza había sostenido tantas adversidades, yace en un estado precario, como si la vida misma se desvaneciera de sus venas. Los médicos balbucean incertidumbres y el cura ya murmura oraciones de tránsito. Es un espectáculo que rompe el alma: la alegría de un nacimiento eclipsada por el temor de una muerte. El aire se siente denso, como si la isla misma aguardara con ansia el desenlace.

La reina, en su último aliento de lucidez, posó los ojos en la pequeña. Con una voz apenas audible, la llamó Luna, pues nació bajo la luna llena, que parecía iluminar las tinieblas con un resplandor divino. Aunque la sombra del miedo nunca abandonó su semblante, en aquel instante vi un destello de amor puro, un sentimiento tan antiguo como el mundo mismo.

Y ahora, en este mar de incertidumbre, nuestros pensamientos se dirigen hacia el futuro. Si la reina sucumbe, ¿quién sostendrá a esta niña? ¿Qué destino le aguarda en un mundo tan hostil? Tal vez cuando los vientos amainen y las olas se calmen, construiré un bote. Zarparemos, buscando un vestigio de esperanza, un paraje donde la vida aún florezca. Luna es la promesa de un nuevo día, y aunque la tormenta parezca eterna, me aferro a la idea de que las aguas, tarde o temprano, nos conducirán hacia la salvación.

Así lo escribo, con la fe del marinero que nunca abandona su barco.

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El capitán, a pesar de la pérdida de su hermano y su barco, mantenía una fe inquebrantable. Seguía aferrándose a la esperanza de salir, de encontrar un camino hacia la libertad, aunque Azazel creía que, si él seguía escribiendo, era porque nunca había logrado escapar de su condena. Nunca había hallado la salida que tanto deseaba.




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