Almas perdidas

6

A plena luz del día, me cazaban como si fuera un puerco. Justo en mi momento más solo, conocía esta isla como la palma de mi mano; sabía dónde esconderme, cómo moverme entre las sombras de los árboles y las rocas.

Corrí hacia una pequeña cueva que había usado en tantas otras ocasiones para escapar de la muerte, y esperé que nadie me encontrara allí. El sonido del viento entre las hojas me acompañaba, y los susurros de la isla parecían advertirme de lo que se avecinaba. Pero mi rastro fue fácil de seguir, y pronto me hallaron. Cinco hombres me rodearon, su presencia macabra llenó el espacio con una pesadez insoportable. Luché con todas mis fuerzas, mi cuerpo agotado, mi alma herida, pero aún así me negaba a rendirme. Arañé, y grité todo lo que pude, pero nada ocurrió. Eran más fuertes, más crueles. Sentí la presión de sus manos, frías y firmes, como si el mismo peso del mundo estuviera en contra de mi. En un último intento, logré soltarme y darle un golpe a uno de ellos. Sin embargo, él me lo regresó con más fuerza, y sentí cómo la sangre comenzaba a salir de mi boca, agria y caliente, como si la misma isla estuviera vengándose de mí.

—¡Todos ustedes van a morir! —dije, intentando que mi voz sonara firme, aunque la incertidumbre amenazaba con quebrar mi tono. Pero ellos rieron, como si mis palabras no fueran más que el eco de una condena inevitable.

—Primero morirás tú —respondió uno de ellos, su voz cargada de cruel satisfacción. Me arrastraron hacia su líder, y al verme, su rostro se iluminó con una sonrisa torcida, llena de desprecio.

—Al fin una bruja que será quemada a tiempo —dijo el líder, y sus palabras fueron como un veneno que me alcanzó en lo más profundo. A pesar de la violencia que me rodeaba, una chispa de desafío siguió ardiendo en mí.

—Tu hijo no te va a perdonar —dije, con la esperanza de que esas palabras pudieran llegar al hombre que se encontraba ante mí, aunque sabía que era en vano. Pero la respuesta que recibí me heló el alma.

—Mi hijo me dará las gracias cuando entienda que, por tu culpa, murió su madre —respondió él, en un tono amargo, como si cada palabra estuviera impregnada de un dolor que no alcanzaba a comprender. La verdad se deslizó en mis venas como un veneno lento, y la confusión me envolvió.

—El agua, en ese entonces, se contaminó con una mortal enfermedad que acabó con su vida —continuó, como si revivir el pasado fuera su castigo más cruel-. Ahora la tierra se seca, y los pozos se quedan sin agua. Si tú mueres, todo volverá a la normalidad. Tu sacrificio es la única solución que tenemos—.

El silencio se apoderó de mí. No podía comprenderlo del todo, y el peso de sus palabras me dejaba sin fuerzas. Ante mi desconcierto, él no mostró ni piedad ni remordimiento. Solo ordenó, con frialdad, que me llevaran al calabozo, y de manera estricta, nadie podría ir a verme. Me arrastraron hacia las profundidades de la isla, donde la oscuridad era total, como un sepulcro que me aguardaba. Cada paso que daba resonaba en mis oídos, como si los ecos de la isla misma me estuvieran condenando. Sabía que mis últimas esperanzas se desvanecían, pero una pequeña llama seguía viva en mi pecho, luchando contra el miedo y la desesperación. La isla, que siempre había sido mi hogar, ahora parecía un extraño enemigo, dispuesto a devorarme.

El silencio era mi único compañero en aquel cruel calabozo, un vacío insondable que se apoderaba de todo cuanto me rodeaba. La noche, como una sombra implacable, se cernió sobre mí, y el frío, cómplice de la penumbra, se deslizó por mi piel, congelando cada resquicio de esperanza. Los pasos de los guardias se habían desvanecido hacía unos minutos, y con ellos, cualquier eco de humanidad. Ahora el tiempo parecía haberse detenido, atrapándome en una prisión tanto física como espiritual. La vigilia me dominaba, pues el sueño era un lujo que no podía permitirme. Había algo oscuro y ominoso en el aire, una sensación que me advertía que si me abandonaba al descanso, mi existencia llegaría a su fin. Me aferraba a la consciencia como quien se aferra al borde de un abismo, mientras el peso de la incertidumbre amenazaba con aplastarme.

Todo cuanto poseía había sido arrancado de mis manos: los documentos que cargaba conmigo, testimonios de mi lucha, se encontraban ahora fuera de mi alcance. En un acto de desesperación, acerqué mis manos a los barrotes que me encerraban, y al tocarlos, un frío antinatural me recorrió, como si aquel metal estuviera imbuido de un mal antiguo. Cerré los ojos y, de repente, me vi transportada a un tiempo que no era el mío.

Las voces comenzaron como un murmullo, un eco distante que poco a poco se tornó en un clamor desgarrador. Ante mis ojos, surgieron las figuras de siete mujeres, mis antepasadas, cuyos rostros estaban marcados por el sufrimiento. Una tras otra, vi cómo sus vidas eran arrebatadas en este mismo lugar. Las llamas devoraban sus cuerpos, pero era el fuego de la injusticia el que consumía sus almas. Sus gritos resonaban en mi mente, y sentí que su dolor se entrelazaba con el mío, atrapándonos a ambas en una danza macabra que parecía no tener fin.

—Azazel... —su voz apenas fue un susurro cuando una nueva figura emergió de entre las sombras.

La visión se desvaneció, y allí, frente a mí, estaba Israel, su rostro marcado por la angustia, pero también por una determinación que parecía mover montañas.

—Estás aquí —mi voz se quebró al hablar, y al mirarlo, mis ojos se encontraron con los suyos, brillantes por las lágrimas que no se atrevía a dejar caer.

—Te sacaré de aquí. No puedo perderte —dijo con un fervor que atravesó todas las barreras que había erigido entre nosotros, dejando al descubierto la fuerza de un amor que ya no podía negar.

En sus manos sostenía un manojo de llaves, cuyo origen era un misterio que preferí no desentrañar en ese momento. Con dedos temblorosos pero firmes, abrió la puerta de mi celda, y sin perder un instante, ambos corrimos hacia nuestra libertad. La isla, sin embargo, no nos lo pondría fácil. Nos adentramos en el corazón de la niebla, un lugar temido incluso por aquellos que gobernaban con puño de hierro. Era la parte muerta de Sheol, un terreno envuelto en sombras, donde los árboles se alzaban como esqueletos y el aire parecía cargado de presagios oscuros. Allí, el silencio era aún más pesado, como si el mismo tiempo hubiera decidido abandonar aquel lugar. Corrimos sin mirar atrás, cada paso alejándonos del líder y de su despiadada vigilancia, pero también acercándonos a un territorio desconocido, donde el peligro parecía latir en cada rincón.




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