Ambos aguardaron la llegada del amanecer, aunque la luz del sol apenas podía atravesar la densa niebla que lo envolvía todo. El ambiente era frío y opresivo, pero aun así parecía un refugio seguro, al menos por un momento. Sin embargo, aquella isla escondía sus propios misterios y, con ellos, una prueba que ella no tardaría en enfrentar.
—Tengo algo para ti —dijo Israel, intentando suavizar la tensión con una sonrisa.
—¿Qué es? —preguntó ella, devolviéndole una sonrisa forzada, incapaz de ocultar el peso de los recientes acontecimientos.
—Confía en mí, cierra los ojos—.
Con cuidado, Israel ató un trapo alrededor de su cabeza, cubriéndole los ojos con un gesto que parecía casi tierno.
—Esto es lindo —comentó ella, dejando escapar una pequeña risa nerviosa, intentando ignorar la inquietud que crecía en su pecho.
Pero mientras ella permanecía a ciegas, esperando algo que pudiera devolverle un poco de alegría, Israel sujetaba con fuerza una daga en sus manos. El frío metal parecía pesar más de lo normal, como si el objeto mismo cuestionara lo que estaba a punto de hacer.
Dudó.
El filo temblaba en sus manos, pero sabía que no tenía opción. La isla le había impuesto este sacrificio, y el precio era alto. Ella, sin poder resistir la curiosidad, se quitó el trapo rápidamente. Apenas tuvo tiempo de ver el brillo del arma antes de que la hoja atravesara su pecho.
Sus ojos, abiertos de par en par, estaban llenos de dolor y una rabia contenida, pero lo que más desconcertó a Israel fue la sonrisa que se dibujó en su rostro.
—No temas... todo estará bien —susurró ella con voz entrecortada, mientras su respiración se volvía lenta y errática.
Israel no podía contener las lágrimas. Había creído que era fuerte, que podría soportar el peso de lo que había hecho, pero el amor que sentía por ella lo estaba destrozando. Ella, en cambio, parecía en paz. Sabía que él era lo único que quedaba, lo único que importaba, y no temía morir por él.
Entonces, todo se desvaneció.
Ella despertó de golpe, jadeando y con el corazón acelerado. Se llevó una mano al pecho, esperando encontrar la herida, pero no había nada. Todo había sido una pesadilla... o quizás una advertencia. ¿Qué intentaba decirle la isla?. El, al notar el desconcierto en su mirada y su respiración agitada, se inclinó hacia ella con una preocupación genuina.
—¿Estás bien? —preguntó en voz baja, temiendo escuchar la respuesta. Ella asintió, pero la confusión no abandonó su rostro. Una sombra de incertidumbre nublaba su mirada.
—Una pesadilla... o eso creo —murmuró, como si temiera que al decirlo en voz alta, la visión pudiera volverse realidad. Sin embargo, un pensamiento punzante atravesó su mente. Sus labios temblaron antes de formular la pregunta.
—¿Cómo lo hiciste? ¿Cómo conseguiste las llaves?—
La pregunta cayó como un golpe. Él retrocedió ligeramente, su rostro palideció, y sus manos, que habían permanecido quietas, comenzaron a temblar.
—Mi papá... mi papá las olvidó en casa —respondió rápidamente, pero su voz carecía de fuerza, como si la mentira pesara tanto que no pudiera sostenerla.
Ella entrecerró los ojos. Sabía que algo no estaba bien. La forma en que sus palabras resonaban en su mente era como un eco de traición.
—¿Recuerdas lo que te dije una vez? —su voz se tornó fría, cada palabra un dardo directo a su conciencia—. O estás conmigo... o estás en mi contra—.
El chico sintió el impacto de esas palabras como un latigazo. Quiso hablar, explicar, pero las palabras se ahogaron en su garganta. ¿Cómo confesarle que su padre había descubierto la verdad sobre su madre y le había exigido terminar con todo? ¿Cómo admitir que llevaba una daga oculta, lista para cumplir con el mandato?.
—Estoy contigo —susurró finalmente, aunque sus ojos no podían sostener los de ella.
Ella lo observó detenidamente, su mente llena de dudas. Algo en su interior le gritaba que no confiara, que escarbara más allá de su máscara. Se acercó a él, y en un gesto que mezclaba afecto y sospecha, lo envolvió en un abrazo. Fue entonces cuando sintió algo frío y duro contra su cuerpo. Con una rapidez sorprendente, lo apartó y, con un movimiento ágil, descubrió la daga. La sostuvo en sus manos, mirándola como si fuera una serpiente a punto de atacar. Su corazón pareció detenerse. Sus pensamientos eran un caos. ¿En serio él sería capaz de hacerlo? ¿De matarla? Levantó la vista, y aunque sus ojos estaban llenos de arrepentimiento, eso no era suficiente.
—Puedo explicarlo... —balbuceó él, con las manos extendidas en un gesto de súplica. Su voz temblaba, y las lágrimas comenzaban a brotar de sus ojos.
Ella lo observó sin pronunciar palabra. Algo dentro de ella se quebró.
—Yo te amo, te juro que no iba a hacerlo —imploró, cayendo de rodillas frente a ella, desesperado por demostrar que aún quedaba algo puro en su corazón.
Ella dejó escapar un suspiro largo y tembloroso. A pesar de la tormenta que rugía en su interior, se inclinó y dejó un beso suave en sus labios, como si con ese gesto pudiera grabar en su memoria el amor que una vez compartieron. Pero no había vuelta atrás. En un movimiento rápido, lo golpeó con fuerza. Él cayó al suelo, inconsciente, mientras un hilo de sangre resbalaba por su frente. Su respiración era tranquila, pero su rostro reflejaba un dolor más profundo que el físico.
Ella se agachó junto a él y, con delicadeza, colocó la daga a un lado. Sabía que él podría usar la herida como justificación, un argumento para explicar por qué ella seguía viva. Se levantó con el corazón pesado, sus pasos resonando en la penumbra como un eco de su decisión.
Antes de marcharse, lo miró una última vez. No con odio, sino con una mezcla de amor, tristeza y resignación. La isla había jugado sus cartas, y ahora era su turno de mover las piezas. Con lágrimas silenciosas rodando por sus mejillas, se internó en la oscuridad, dejando atrás a quien una vez había sido su refugio, pero que ahora era un reflejo de la traición más dolorosa que jamás hubiera imaginado.
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Editado: 15.01.2025