Lo que sentía era, en verdad, satisfactorio. Uno de aquellos malvados hombres, causante de tantos infortunios, estaba ahora sumido en el mismo dolor que yo experimenté con la pérdida de mi madre. Pero mi venganza no terminaba allí; tenía preparadas muchas cosas más para su otro hijo, aquel que tenía mi misma edad, y para su esposa. ¡Quién diría que alguien tan cruel podría haber amado alguna vez!.
—¿Estás bien? —pregunté al joven castaño, quien abrió los ojos lentamente, aún aturdido
Él asintió, aunque su confusión era evidente, lo último que recordaba era que estaba dormido en su humilde choza
—¿Qué pasó? ¿Cómo llegué aquí? —inquirió, con la voz temblorosa y un aire de vulnerabilidad que no podía ocultar.
—Te encontré inconsciente en el camino y te traje a mi choza —respondí con dulzura, cada palabra cuidadosamente elegida.
El muchacho, desconcertado y perdido, no pudo evitar que su mirada quedase atrapada en mi rostro. Mi belleza, intencionadamente resaltada por la penumbra del lugar, le ofrecía un extraño consuelo.
—Tienes mi gratitud —murmuró, esforzándose por levantarse. Sin embargo, su cuerpo, aún debilitado, lo traicionó, y cayó torpemente al suelo.
Me acerqué con rapidez, le ayudé a incorporarse, y con una voz cargada de un fingido desvelo le dije:
—Aún no estás bien. Debes quedarte aquí... Te cuidaré. —
Le regalé una sonrisa que selló su destino. Sus ojos quedaron atrapados en los míos, como un navegante perdido en el abismo del océano, sin encontrar puerto al cual dirigirse.
Todas las noches, mientras el joven descansaba, entonaba una melodía, un canto cuidadosamente diseñado para enredar su corazón en el hechizo que tejía con mis palabras:
En las sombras te encontré,
llevabas contigo un sueño y un ayer.
Te traje a mi morada, y envuelta
en tu mirada vi un amanecer.
El destino es cruel,
pero el amor sabe vencer.
Ven, oye mi canto,
un dulce hechizo en cada encanto.
Mi alma llama, ven a mí,
que en este lazo no hay fin.
El susurro del viento habló,
tu nombre en mi pecho se quedó.
Te busqué entre las olas y la sal,
mi corazón, en tu latir mortal.
Eres mi noche, mi amanecer,
y en tus brazos quiero renacer.
Cada noche, el muchacho escuchaba embelesado mi canto. Había en su mirada una mezcla de fascinación y abandono; poco a poco, sentía cómo su corazón cedía, atrapado sin remedio.
Pasaron semanas, y el joven, aún débil, permaneció bajo mi cuidado. Entre suspiros y sonrisas, se fue entregando a mí, ajeno a la sombra que se cernía sobre él. Mientras tanto, yo, con paciencia y frialdad, esperaba el momento oportuno para llevar a cabo mi plan. Las noches transcurrían como un lento compás de secretos, y la voz de Azazel se tornaba más dulce, más embriagadora, como una caricia invisible que envolvía al joven en un estado incierto entre la vigilia y el sueño. En su mirada podía observar cómo, poco a poco, caía enredado en las sutiles cadenas de su plan. Sin embargo, en los momentos más oscuros, cuando su canto se desvanecía en un susurro que apenas osaba rozar el aire, una punzada de duda atravesaba su pecho como una daga helada.
"¿Por qué titubeo? Él no es más que un peón, una pieza más en este juego cruel. Y, sin embargo..."
La tenue luz de una lámpara de aceite iluminaba el lugar con un resplandor mortecino, haciendo de la choza un espacio suspendido entre lo terrenal y lo etéreo. Las paredes estaban adornadas con ramas de espino y flores marchitas, objetos que parecían susurrar los secretos de un alma rota, la de Azazel misma. En el aire flotaba un perfume dulce, casi narcótico, que parecía intensificarse con cada nota que escapaba de sus labios.
El joven yacía tendido en un lecho improvisado de paja, su pecho subiendo y bajando con lentitud, mientras un suspiro se escapaba de entre sus labios, llevándose consigo una parte de su voluntad.
—Tus canciones... —murmuró una noche, apenas audibles sus palabras—, ¿qué tienen? Cada vez que las escucho, siento que... olvido algo.
Azazel se detuvo, sorprendida por la lucidez que brotó de su voz, una chispa de algo que no esperaba. Durante un instante eterno, sintió que aquella pregunta resonaba no solo en el aire, sino también en su interior. Pero, como si aquel atisbo de humanidad no hubiera existido, dejó que una sonrisa aflorara en sus labios, suave y tranquilizadora, mientras respondía con una calidez que parecía derretir cualquier duda:
—Es solo un canto para sanar, nada más —
El joven asintió, pero en su mirada quedó algo que Azazel no pudo descifrar. ¿Era gratitud? ¿O acaso una leve sospecha, una resistencia que no había previsto?.
Esa noche, el viento que rodeaba la choza pareció alzarse como una voz antigua, un susurro cargado de un lenguaje olvidado, como si el propio destino, burlón y cruel, se regocijara en la incertidumbre de lo que estaba por venir.
—Tienes una voz hermosa —dijo él, con un atisbo de admiración en su mirada.
—Gracias, Malaya —respondió Azazel, esbozando una leve sonrisa que iluminó fugazmente su rostro.
—Hoy me siento con más fuerzas, pero... siento que olvidé algo. No recuerdo de dónde soy, ni quiénes son mis padres —dijo el joven, preocupado.
Azazel, con la serenidad de quien controla cada pieza del tablero, sonrió para sí misma, pues aquello era precisamente lo que había planeado desde el principio. Cuando cayó la noche, un grito desgarrador rompió la calma, un sonido tan visceral que parecía provenir de las mismas entrañas de la tierra. Azazel había calculado aquel momento con precisión, y Malaya reaccionó exactamente como ella esperaba. El joven se levantó de golpe, sintiendo cómo su cuerpo recuperaba fuerzas de manera inexplicable. Sin detenerse a reflexionar, salió corriendo hacia el exterior de la choza.
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Editado: 22.01.2025