Cuando el joven finalmente cayó dormido bajo el embrujo de la melodía de Azazel, ella se movió con sigilo, abandonando la choza para dirigirse al lugar donde mantenía a Matius oculto. Allí, entre las sombras, el hombre yacía deshecho, atado y humillado, su rostro reflejaba un sufrimiento insoportable. Azazel se inclinó hacia él, su sonrisa cruel iluminada apenas por la tenue luz de una lámpara.
—Tu hijo es un encanto, Matius —dijo ella con una sonrisa cruel, una sonrisa que no dejaba lugar a la compasión. El hombre quiso responder, pero la mordaza que lo aprisionaba le impedía hacerlo, así que Azazel continuó, disfrutando cada palabra que salía de sus labios.
—Después de que tu hijo mató a su madre, tuvimos sexo, y se quedó agotado, tan agotado que cayó en un profundo sueño... —rió suavemente, sabiendo que cada palabra era una mentira que destrozaba aún más a Matius. Nadie había tenido la suerte de dormir con ella, y en ese momento, le resultaba un juego delicioso sembrar la desesperación en el corazón de aquel hombre.
Los ojos de Matius brillaron con furia y dolor, pero sus intentos de gritar fueron en vano. Azazel, disfrutando de su poder, le retiró la mordaza. El grito de Matius rasgó el aire, pero parecía que no alcanzaba más allá de ese maldito lugar.
—Te dije que el está cansado —respondió ella, con una frialdad que haría temblar a cualquiera.
—¿Qué le has hecho a mi hijo? —demandó él, su voz cargada de odio y angustia.
—Me pertenece ahora —dijo Azazel, con una sonrisa que no dejaba lugar a dudas: ella había ganado.
_Maldita bruja —escupió Matius, su rostro distorsionado por la rabia.
La conversación fue cortada por una voz que irrumpió en el aire, rasgando la quietud del lugar.
—¿Quién es él? —preguntó Malaya, su voz temblorosa pero firme.
Azazel, con la destreza de una manipuladora nata, no dudó en responder, su tono lleno de un dolor que parecía tan real como su astucia.
—Es tu padre, Malaya, pero me ha lastimado... —Sus palabras fueron como un susurro envenenado, cargadas de una mentira que se enredaba en la mente de Malaya, quien no sabía qué pensar.
Matius, al escuchar las palabras de Azazel, mostró un atisbo de esperanza en sus ojos, como si el destino le estuviera ofreciendo un último respiro.
—¿Mi padre? —repitió Malaya, buscando respuestas que no llegaban.
Pero, antes de que pudiera comprender lo que ocurría, Matius habló, su voz cargada de desesperación.
—Ella te ha engañado, Malaya. Esa mujer afuera es tu madre. Azazel es la responsable de todo esto. ¡Ella mató a tu hermana también! —El hombre intentaba desesperadamente despertar los recuerdos perdidos de su hijo.
Azazel, siempre a un paso por delante, sonrió en silencio mientras sus palabras, cuidadosamente elegidas, caían sobre Malaya.
—Él mató a tu hermana —dijo Azazel, sus palabras cortantes como cuchillas. Aunque no era completamente cierto, era suficiente para dejar una huella en la mente de Malaya, observo el cuerpo de una chica tirado casi junto al hombre que decía ser su padre y la duda le comenzó a carcomer la cabeza.
Azazel se acercó a Matius, tomó la espada con la que él había matado a su hija y, con una suavidad inquietante, se la entregó a Malaya. Él, perdido en el caos de la revelación, no sabía qué hacer.
—Sé que estás ahí, Malaya... Ayúdame y matala —suplicó Matius, su voz quebrada por el dolor y la desesperación.
Malaya, al escuchar esas palabras, sintió una sacudida en su pecho. ¿Ayudar a su padre? La idea de perder a Azazel, su única aliada en ese mundo de sombras, no estaba en sus planes. Con una determinación sombría, empuñó la espada, la levantó con furia, y atravesó el corazón de su propio padre.
—Quien quiera lastimarla, tendrá que matarme a mí primero—dijo el joven con una firmeza en su voz que demostraba que, en ese momento, su lealtad no tenía límites.
Azazel, observando la escena desde las sombras, se sintió complacida al ver cómo Malaya cumplía su palabra, cumpliendo su promesa de protegerla a cualquier costo. El vínculo entre ellos, ahora más fuerte que nunca, se sellaba con la sangre de Matius, quien, con sus últimos suspiros, maldijo la traición de su hijo. Con el aliento entrecortado, la vida comenzaba a desvanecerse de su cuerpo, y en sus labios moribundos solo quedaba una palabra, una maldición que resonó en la choza con un eco de desesperación:
—Maldito... hijo... —murmuró, su voz rota por la agonía, llena de veneno y dolor.
Con cada bocanada de aire, sentía cómo la traición de su propia sangre le desgarraba el alma. Había criado a su hijo con firmeza, le había dado todo... y ahora, al final, era ese mismo hijo quien le arrebataba la vida. La espada, su propia creación, se había vuelto el verdugo.
—¿Cómo pudiste...? —su garganta se cerró al intentar hablar, pero la furia seguía siendo palpable, como un fuego que le quemaba las entrañas—. ¡Te di todo, te crié para que fueras fuerte... y tú... me matas! —
El cuerpo de Matius tembló en un último intento por aferrarse a la vida, pero la herida era fatal. Mientras su visión se desvanecía, sus pensamientos se llenaron de la rabia y el arrepentimiento que lo consumían. Su hijo, el que había amado y educado, lo había traicionado de la manera más cruel.
—¡Te maldigo! —gritó, aunque su voz era apenas un susurro— ¡Hijo de... de...! —
El silencio que siguió a su maldición fue más pesado que cualquier palabra, y sus ojos se apagaron lentamente, ya no buscando respuestas ni justicia, solo el final. La traición de su hijo lo había arrastrado al abismo, y con su último aliento, Matius se desvaneció, dejando tras de sí un rastro de odio que perduraría incluso más allá de su muerte.
Azazel Había conquistado el corazón de Malaya por completo, convirtiéndolo en un peón dispuesto a sacrificarlo todo por ella. Y, sin embargo, algo perturbaba su mente. ¿Cómo había logrado despertarse Malaya después de que su canto lo sumiera en el sueño? ¿Acaso estaba desarrollando resistencia a su hechizo? ¿O había algo más, algo que aún escapaba a su control?. La oscuridad de la noche envolvía la choza mientras Azazel contemplaba a Malaya, quien se arrodilló frente a ella, buscando consuelo en sus brazos. Aunque su victoria parecía absoluta, una sombra de duda comenzó a nacer en su interior, como un presagio de que su dominio no era tan eterno como había creído.
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Editado: 22.01.2025