A la mañana siguiente, ambos despertaron al unísono, como si un lazo invisible los atara en un mismo compás. La luz del alba se filtraba tímidamente por los resquicios de la choza, dibujando sombras caprichosas sobre sus rostros. En la mente de Malaya rondaba un único pensamiento: Azazel. El era capaz de cualquier atrocidad por amor, había cruzado el umbral de lo razonable. Su amor no era una simple pasión, sino una obsesión voraz que crecía como una hiedra venenosa, asfixiando todo a su paso. El deseaba que ella le perteneciera por completo, que sus pensamientos y su corazón fueran solo de él. Sin embargo, en lo más profundo, sabía que la mente de Azazel era un campo de batalla donde la venganza tenía raíces más profundas que cualquier afecto.
—¿Estás bien? —preguntó Malaya, rompiendo el silencio. Había notado la expresión de disgusto que teñía el rostro de la joven, una mueca sutil pero imposible de ignorar.
Ella levantó la vista, sus ojos buscando los de él con una intensidad que helaba. No había vacilación en su mirada; lo escudriñaba como si quisiera desentrañar sus secretos.
—Quiero saber qué hay dentro de ti —murmuró finalmente.
Para Malaya, esas palabras sonaron como un halago. Un calor extraño y orgulloso se encendió en su pecho. Sin embargo, Azazel interpretó el momento de otro modo. En sus pensamientos, la pregunta era un desafío, una advertencia. No podía permitirse confiar en alguien que tal vez había desarrollado inmunidad a su poder.
—Solo quiero decirte algo —dijo Malaya entonces, su voz más grave, casi solemne—: Cualquiera que ose hacerte daño habrá de enfrentarse a mí—.
El eco de aquellas palabras quedó suspendido en el aire como una promesa indeleble. Pero Azazel no respondió; sus pensamientos estaban lejos, atrapados en un lugar oscuro donde el amor y la venganza se entrelazaban en una danza macabra.
Las horas transcurrían con una lentitud exasperante, cada minuto cargado de una ansiedad que parecía palpitar en el aire. Ella sabía que el momento había llegado. Debía enfrentarse a uno de los hombres que, en el pasado, habían quebrantado su vida. Uno ya había caído; quedaban cuatro más y el líder, aquel cuya sangre sería el epílogo de su venganza.
Azazel se puso en pie con determinación. El aire nocturno era espeso y cargado de sal, como si las mismas aguas de la isla conspiraran en su contra. Caminó en silencio hacia la comunidad, buscando a su próxima víctima: aquel que una vez le había destrozado la boca con un golpe. No quiso llevar a Malaya consigo. En su mente, él sería solo un lastre. Antes de partir, le encomendó un trabajo macabro: deshacerse de los cuerpos arrojándolos al mar.
—Que las profundidades se alimenten de ellos— sus palabras tan frías como el filo de un cuchillo.
Deslizándose entre las sombras como un espectro, llegó a la choza del hombre. Su corazón latía con fuerza, no por miedo, sino por el hambre de justicia. Cada paso que daba la acercaba más a su objetivo, pero también al filo de lo desconocido. Se detuvo, observando desde la penumbra. La choza parecía tranquila, pero algo no encajaba. Las ventanas estaban abiertas, las luces encendidas, como si alguien quisiera que se acercara. Un sonido detrás de ella rompió su concentración. Antes de que pudiera reaccionar, una mano firme cubrió su boca, y su cuerpo se tensó como un arco al borde de romperse. Se revolvió con desesperación, lanzando golpes al aire, pero una voz conocida detuvo su lucha.
—Israel —murmuró con incredulidad, su aliento cálido sobre los dedos que aún cubrían sus labios.
—No te atrevas a entrar ahí —susurró él, acercándose más, como si el mismo aire pudiera traicionarlos—. Te están esperando—. Israel retiró la mano lentamente, aunque permaneció cerca, como si temiera que ella se lanzara hacia su perdición.
—¿Por qué debería creerte? —dijo con dureza, cada palabra cargada de resentimiento, Azazel lo miró fijamente, intentando leer la verdad en sus ojos. Las palabras de Israel la inquietaban, pero también la enfurecían.
—Puedes entrar si eso deseas —respondió, su tono neutro, casi indiferente—. Pero no saldrás viva—.
Ella vaciló. Las sombras de la duda y la desconfianza danzaban en su mente. Sin embargo, había algo en la voz de Israel que la detenía. No era miedo, sino algo más profundo, un eco de un pasado que había intentado enterrar.
Israel la miró, y por un instante, su máscara de frialdad se resquebrajó.
—Te lo dije una vez, Azazel: te amo. Siempre te veo en las sombras. Nadie más puede verte, pero yo siempre sé dónde estás. Yo te siento—.
Sus palabras cayeron como una piedra en el estanque de sus pensamientos, enviando ondas de emociones contradictorias. Habían crecido juntos, compartiendo una conexión que, a pesar de las traiciones, seguía viva como una herida que nunca cerraba. El peso de aquel vínculo la desarmó momentáneamente, pero no lo suficiente para que olvidara quién era él y lo que había hecho. El aire entre ellos se volvió denso, cargado de palabras no dichas y emociones reprimidas. Mientras tanto, en la choza, las sombras parecían moverse, y el peligro aguardaba, paciente e implacable.
Desde la oscuridad, Israel y Azazel observaban con atención. La brisa marina traía consigo el aroma salado de las olas y el crujido lejano de las ramas. Frente a ellos, un hombre emergía de otra choza, su figura alargada y fantasmal bajo la luz temblorosa de una antorcha. Sus gestos eran rápidos, tensos, como si tratara de advertir algo a los demás. Sin embargo, la distancia hacía que sus palabras se perdieran en el vacío.
—Lo saben —murmuró Israel, su voz quebrándose ligeramente. La certeza de que los habían descubierto lo hacía sentir pequeño, vulnerable. Sabía que su padre, con su influjo, había reclutado a casi todos los hombres de la isla.
Azazel permaneció inmóvil, su expresión impenetrable. Sus ojos, oscuros como las profundidades del océano, parecían brillar con una luz propia.
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Editado: 22.01.2025