Llegó el día en que Azazel, consumida por un fervor incontrolable, había decidido incendiar toda la comunidad, sin reparar en las almas inocentes que, con toda probabilidad, sucumbirían ante las llamas de su furia. La oscuridad de su propósito contrastaba con la serenidad de la aurora que despuntaba, bañando a Sheol en un resplandor engañosamente apacible. Se levantó al alba, decidida a cumplir su cometido, ignorante de que la isla de Sheol, con su perpetuo misterio, ya había dispuesto otro destino para ella.
Con paso firme, se alzó de su lecho mientras Malaya e Israel, atrapados entre la preocupación y la impotencia, la seguían con la mirada. Sus ojos, sombríos y ansiosos, eran un reflejo de las tormentas que se desataban en su interior. Pero, de pronto, y como si el aire mismo se hubiese vuelto espeso y hostil, el cuerpo de Azazel se desplomó. No hubo grito ni advertencia, solo el inexplicable vacío de su caída, como si su esencia hubiese sido arrancada del tejido de este mundo.
El desconcierto dio paso al pánico. Ambos corrieron hacia ella, sus corazones golpeando con fuerza contra el pecho. Con sumo cuidado, la recostaron sobre un lecho de paja, mientras la desesperación comenzaba a nublar sus pensamientos. Intentaron despertarla con todos los medios que su limitado conocimiento les ofrecía: susurros, agua fresca, plegarias lanzadas al viento. Pero el sopor en que había caído Azazel era profundo, impenetrable, como si una barrera invisible la separase de ellos.
Sin embargo, lo que ninguno de ellos podía imaginar era que el espíritu de Azazel se encontraba atrapado en otro tiempo. Un año lejano, ajeno a su realidad, se desplegaba ante ella. Su mente, confusa y aturdida, percibía visiones de extrañas estructuras y artefactos nunca antes vistos, mientras voces y ecos de un mundo diferente susurraban en su oído.
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Día 1 atrapada en otro tiempo
Azazel despertó confundida, incapaz de recordar mucho sobre quién era realmente. Una certeza, sin embargo, se alzaba con nitidez: no controlaba el cuerpo que habitaba. Las acciones y decisiones que emanaban de aquella forma física no le pertenecían. Estaba atrapada, relegada a sentir y escuchar, como una sombra consciente, los actos y palabras de la verdadera dueña de aquel cuerpo. Una joven de cabellos azabaches y tez pálida, cuyo nombre resonaba en los labios ajenos como Bridgit.
El sonido de una voz masculina la sacó de su ensimismamiento. Frente a Bridgit, un joven leñador de porte robusto y ojos llenos de ternura se arrodillaba, como si el peso de su amor fuese demasiado para sostenerlo de pie.
—Sé mi esposa; te prometo cuidarte, protegerte de todo mal —le imploraba con una intensidad que llenaba el aire.
Los labios de Bridgit se movieron, pero las palabras que salieron de ellos eran un reflejo de su dolorosa resignación.
—No puedo... —pronunció con voz entrecortada.
Amaba a aquel hombre con cada fibra de su ser, pero su destino había sido sellado por manos ajenas. Sus padres la habían prometido como una de las esposas de un rey, y cualquier desobediencia no solo sería castigada, sino que pondría en peligro a quienes la rodeaban. Sin embargo, los amantes habían desafiado ese destino una y otra vez, encontrándose en secreto bajo la mirada cómplice de la luna.
—Huyamos juntos; prometo que nadie nos separará —susurró el leñador, su voz cargada de esperanza y desesperación a partes iguales.
Ellos, absortos en su conversación, no advirtieron la presencia de un espía que, oculto entre las sombras, los observaba con atención. Sin perder tiempo, aquel hombre corrió hacia el palacio para informar al rey de la afrenta.
—Su majestad, su futura esposa se ha encontrado nuevamente con el leñador —anunció el guardia, con una reverencia servil.
El rostro del monarca se endureció al oír aquellas palabras. La furia nubló su juicio y su orgullo herido dictó una sentencia cruel.
—Ejecuten al leñador y traigan a ella ante mi presencia —ordenó con una voz helada, como el filo de una espada.
Esa noche, Bridgit se debatió entre el miedo y el amor. Finalmente, con lágrimas en los ojos, aceptó la propuesta del joven. Juntos escaparon en una pequeña balsa, navegando hacia una isla envuelta en la espesa niebla de antiguas leyendas. Era un lugar temido por todos, un refugio para quienes no tenían otra opción.
Al llegar, bajaron con cautela, sus pasos resonaban en la arena húmeda como un eco de su ansiedad. Sin embargo, la tranquilidad fue breve. A lo lejos, el sonido de pasos apresurados rompió el silencio. Sus perseguidores se acercaban, y el terror los empujó a correr sin rumbo, adentrándose cada vez más en el misterio de aquella tierra desconocida.
—Si algo nos sucede, quiero que sepas que te amo con toda mi alma —dijo el leñador, con la voz entrecortada por el esfuerzo y el miedo.
—Y yo a ti... siempre —respondió Bridgit, sin detener su marcha.
El manto de la noche, oscuro e impenetrable, los envolvía mientras sus piernas fatigadas los conducían hasta una cueva. Allí se detuvieron, buscando un respiro. La humedad del lugar calaba sus huesos, y el eco de sus respiraciones llenaba el aire, mezclándose con el murmullo del viento que se filtraba por las grietas.
Bridgit cayó de rodillas sobre una roca, agotada hasta el extremo. El leñador se inclinó hacia ella, sus ojos oscuros cargados de preocupación.
—¿Estás herida? —preguntó en un susurro.
Ella negó con un leve movimiento de cabeza, pero el temblor en sus manos la delataba.
—No... solo estoy cansada —murmuró, casi inaudible.
El leñador, en un gesto que mezclaba ternura y desesperación, rozó su rostro con la yema de los dedos, apartando un mechón de cabello pegado a su frente.
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Editado: 22.01.2025