Almas perdidas

14

Día 2 atrapada en otro tiempo

Azazel podía percibir, con una claridad casi dolorosa, la intensidad del amor que unía a Bridgit y al leñador. Eran dos almas destinadas la una a la otra, entrelazadas por un lazo irrompible; sin embargo, el cruel designio del destino había sellado su unión con el sello de la tragedia. Aunque el tiempo transcurría con una calma aparente, ambos sabían que el peligro acechaba en las sombras. Los guardias parecían haberse retirado, pero la sensación de amenaza nunca desaparecía del todo.

—Necesitamos más leña para el fuego. El frío arrecia cada día más —dijo Bridgit, con una mezcla de preocupación y determinación en la voz.

—Iré yo por leña —respondió el leñador. En sus ojos brillaba un temor silencioso, no solo por el implacable invierno, sino por los horrores que podían acechar en los bosques cercanos

Pasó una hora, y el leñador no regresaba. Bridgit, inquieta, decidió no permanecer ociosa y se aventuró en busca de frutas o algo que pudiese servirles de alimento. Mientras recogía algunas bayas, el sonido de pasos quebrando la hojarasca llegó a sus oídos.

—Creí que no volverías, te has demorado un poco— dijo, sin volverse, convencida de que era él.

Pero el aliento gélido de la muerte pareció recorrer su espalda al verse repentinamente rodeada por un grupo de guardias. Su corazón se detuvo un instante, y antes de que pudiera emitir un grito de terror, uno de ellos le cubrió la boca con una mordaza áspera y cruel.

—Así que el leñador tuvo la suerte de tenerte— dijo el que parecía estar al mando, con una voz cargada de burla y vileza.

—Le enseñaremos una lección que jamás olvidará— gregó otro, cuya mirada lasciva reflejaba la bajeza de su alma.

—Tiene demasiada ropa encima— exclamó un tercero, mientras una risa macabra escapaba de sus labios.

Bridgit, paralizada entre el miedo y la indignación, no lograba asimilar las palabras de aquellos hombres. Fue entonces cuando, con una violencia inhumana, le desgarraron el vestido, dejando su piel expuesta al aire frío y al oprobio.

—¡Traerlo aquí!— ordenó el líder con una frialdad que helaba hasta el alma.

Los guardias arrastraron al leñador, golpeado y atado, como si fuese un simple animal. La sangre brotaba de sus labios, y sus ojos, hinchados y oscuros, apenas podían abrirse.

—Que mire el espectáculo— escupió el que estaba al mando, con una sonrisa que era la encarnación misma de la crueldad.

Bridgit fue lanzada al suelo con brutalidad. Las manos ásperas de los guardias la inmovilizaron mientras ella luchaba inútilmente, tratando de resistirse a lo inevitable. El que estaba al mando, con una mueca de desprecio, la señaló como si fuese un trofeo.

—Quiero que aprenda lo que significa desafiar al poder—.

Uno tras otro, los hombres se abalanzaron sobre ella, ignorando sus gritos ahogados por la mordaza y las lágrimas que surcaban su rostro. Bridgit, impotente, solo podía cerrar los ojos, rogando porque el tormento terminara pronto. El dolor físico fue eclipsado por la herida que rasgaba su alma, mientras su dignidad era arrebatada frente a los ojos del hombre que amaba. El leñador, consumido por la impotencia, se debatía con todas sus fuerzas contra las cuerdas que lo retenían, desgarrándose las muñecas en un intento desesperado por liberarse.

—¡Déjenla, malditos cobardes! ¡Acaben conmigo, pero no con ella!— vociferó, su voz quebrándose bajo el peso de la desesperación.

Las risas de los guardias resonaban en el aire, como una burla cruel a su sufrimiento. Finalmente, el que estaba al mando se inclinó hacia Bridgit, acariciando su rostro con la mano cubierta de sangre ajena, mientras sus palabras llenas de veneno perforaban el silencio:

—Ahora ambos sabrán que nunca se debe jugar con el rey y conmigo—.

Cuando el último de ellos terminó, uno desenfundó su espada. Bridgit yacía en el suelo, incapaz de moverse, el alma desgarrada y el cuerpo destrozado. El guardia se aproximó al leñador, quien lo observaba con una mezcla de asco y resignación.

—Tu sufrimiento aún no termina— dijo el guardia al mando, con una sonrisa macabra en su rostro.

Sin mediar más palabras, colocó la hoja afilada sobre el cuello del leñador. Este, con la voz quebrada por la desesperación, dirigió una última mirada a Bridgit.

—Perdóname, mi amor. No fui lo suficientemente fuerte para protegerte—

No alcanzó a decir más. Con un movimiento rápido y brutal, el guardia alzó la espada y le cercenó la cabeza. La sangre brotó como un torrente, y el cuerpo sin vida del leñador cayó al suelo con un ruido sordo. Bridgit, testigo de aquella atrocidad, quedó paralizada por el horror. Un grito desgarrador escapó de su garganta, llenando el bosque con una mezcla de dolor y desesperación. Mientras tanto, los guardias reían con desdén, indiferentes a la devastación que habían causado.

—Te daremos una ventaja. Corre— dijo uno de ellos, con tono burlón.

Con las pocas fuerzas que le quedaban, Bridgit se levantó tambaleándose. Sin mirar atrás, comenzó a correr con todas sus fuerzas, sus pies descalzos hundiéndose en la tierra, su mente atrapada en un torbellino de dolor y horror. El bosque la envolvió en su oscuridad, mientras las risas de los hombres resonaban a la distancia, marcando el inicio de un nuevo tormento para su alma rota. En su mente solo quedaba un odio intenso, un veneno que consumía su alma con cada respiro. Bridgit juró en lo más profundo de su ser que la muerte de su amado no sería en vano. A duras penas había logrado escapar de aquellos malvados hombres, refugiándose en su soledad mientras los días se tornaban semanas y los meses avanzaban. Su vientre, que ahora llevaba la semilla de una nueva vida, crecía lentamente. Ella, aferrada a la esperanza, decidió creer que aquel hijo que llevaba en su interior era fruto del amor que compartió con el leñador.




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