Malaya e Israel se sumían en una inquietante desesperación. Azazel, envuelta en un sueño profundo desde hacía tres días, parecía desvanecerse poco a poco ante sus ojos. Su piel, antaño cálida y llena de vida, se tornaba cada vez más pálida, como si estuviese librando una batalla invisible por regresar, mientras una fuerza oscura e inquebrantable la retenía en ese limbo. El aire era denso, cargado de una mezcla de miedo y angustia. Fuera, el viento azotaba los árboles de Sheol, como si la misma isla compartiera su agonía.
—¿Qué podemos hacer? —preguntó Israel, su voz quebrada por la preocupación, mientras se pasaba la mano por el cabello, un gesto involuntario de impotencia.
—Tú no harás nada. Yo la salvaré —replicó Malaya, con una resolución que casi rozaba la furia.
Sus palabras eran firmes, pero en su mirada había algo más: duda, miedo… y culpa. En el fondo, sabía que el tiempo apremiaba y que cada decisión mal tomada podría costarles la vida de Azazel. Una idea fugaz y peligrosa cruzó su mente. Había oído hablar de una anciana que vivía en el extremo opuesto de la isla, una mujer que conocía los secretos de las hierbas y los antiguos remedios. Tal vez ella podría salvarla. Sin embargo, el camino era largo y plagado de peligros. Además, cargar el cuerpo de Azazel no sería tarea fácil.
—Aunque… si insistes, podrías ayudarme —murmuró Malaya finalmente, desviando la mirada como si admitir su necesidad de ayuda le resultara una humillación.
—¿Qué haremos? Si sigue así, morirá de hambre y sed —insistió Israel, desesperado, mientras observaba el rostro inerte de Azazel.
Malaya le explicó su plan con una voz baja, casi como si temiera ser escuchado. La choza de la anciana se encontraba en un lugar remoto, y el camino pasaba directamente por la comunidad que tanto anhelaba acabar con Azazel. Era un trayecto arriesgado, pero no tenían otra opción.
—Si vas a venir, asegúrate de que puedes luchar por si las cosas se complican —le advirtió Malaya, entrecerrando los ojos mientras una sonrisa burlona curvaba sus labios—. A menos que prefieras esconderte de tu padre.
Israel apretó los puños, pero no respondió al insulto. Su orgullo estaba herido, pero sabía que el tiempo para discutir no estaba de su lado. Las llamas de su rivalidad parecían desvanecerse ante la gravedad de la situación. El viento aulló con fuerza, como si Sheol misma presintiera lo que estaba por venir. La lucha por salvar a Azazel estaba a punto de comenzar, y ambos sabían que el precio de un solo error podría ser demasiado alto.
Malaya se inclinó junto a Azazel, observando su rostro inmóvil, tan pálido que parecía esculpido en mármol. Con cuidado, deslizó un brazo bajo sus rodillas y el otro bajo su espalda, como si temiera que cualquier movimiento brusco pudiera romperla. Al alzarla, el peso de su cuerpo contra su pecho le recordó que Azazel seguía viva, aunque cada segundo parecía arrancarla más lejos de ellos.
El contacto era frío, casi antinatural, como si la esencia misma de la vida se estuviera desvaneciendo de ella. A pesar de ello, Malaya la sostuvo con firmeza, sus brazos tensándose bajo la carga, aunque no permitió que su rostro traicionara el esfuerzo que implicaba.
—¿Estás seguro de que puedes llevarla todo el camino? —preguntó Israel, su voz entremezclando preocupación y duda.
—La llevaré —respondió Malaya con tono tajante, sin mirarlo. Su mirada estaba fija en el horizonte, donde la casa de la anciana parecía un sueño distante.
El camino era irregular, lleno de raíces traicioneras y piedras que amenazaban con hacerle perder el equilibrio, pero Malaya avanzaba sin detenerse. Azazel descansaba en sus brazos como si fuese una princesa caída en un sueño eterno. Cada paso lo acercaba más a la extenuación, pero en su mente, el peso de Azazel no era más que un recordatorio de que la debía proteger. Israel caminaba junto a él, observando en silencio, con una mezcla de admiración y desasosiego. Quería ofrecerse a cargarla, pero sabía que Malaya no lo permitiría. No era solo el acto físico de transportarla; para Malaya, llevar a Azazel en sus brazos era un juramento silencioso, un vínculo que lo obligaba a demostrar su devoción.
El viento, gélido y constante, parecía conspirar contra ellos, pero Malaya no cedía. Cada respiración le quemaba el pecho, pero mantenía a Azazel firmemente sujeta, como si con ello pudiera protegerla no solo del frío, sino de la muerte misma.
—Si te cansas, dímelo —insistió Israel al cabo de un rato, aunque sabía que su ofrecimiento caería en oídos sordos.
Malaya no respondió. Sus brazos temblaban ligeramente, pero el fuego en su mirada no se apagaba. "La salvaré", pensó una y otra vez, dejando que ese juramento lo impulsara más allá de sus límites.
La noche parecía volverse más densa a medida que avanzaban. Malaya e Israel se detuvieron para recuperar el aliento mientras la niebla, cada vez más espesa, envolvía el ambiente con su manto inquietante. Llegar al borde de la comunidad no había sido fácil, y ahora debían enfrentarse a lo más peligroso: cruzar sin ser descubiertos.
—Una carreta. Ambos podemos jalarla —sugirió Israel, su voz apenas un susurro, mientras lanzaba una mirada ansiosa hacia los alrededores.
—Es buena idea, pero a ti te conocen. Si alguien ve tu cara, en menos de cinco minutos tendremos a los guardias encima —respondió Malaya, aunque en su interior sabía que no había otra opción.
Israel asintió con determinación. —Voy por una carreta —dijo, desapareciendo entre las sombras sin dar tiempo a réplicas.
Malaya se quedó junto a Azazel, sentado a su lado. Su rostro lucía tan pálido, tan inmóvil, que por un instante sintió una punzada de miedo al pensar que podría perderla. Lentamente, acarició su cabello, dejando escapar un susurro cargado de emoción.
—No sé por qué, pero desde que te vi, tus ojos me atraparon… —murmuró, como si hablarle pudiera traerla de vuelta. Cerrando los ojos, plantó un beso en su mejilla fría, sintiendo una punzada en el pecho por no obtener respuesta alguna.
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Editado: 22.01.2025