Almas perdidas

20

Malaya, Israel y Zaing comían en silencio. Por primera vez en días, el aire no estaba cargado de peligro ni de sangre, y podían permitirse un momento de calma. El crepitar del fuego era lo único que rompía la quietud, junto con el sonido lejano del viento entre los árboles.

—¿Quién es la chica? —preguntó Zaing de repente, su voz cargada de curiosidad, mientras su mirada se fijaba en Malaya e Israel.

—Ella es Azazel —respondieron ambos al unísono, sin siquiera mirarse.

Zaing arqueó una ceja, interesada por la respuesta ambigua.

—¿Su novia, hermana o prima? —insistió, dejando ver una leve sonrisa.

Israel bajó la mirada, removiendo con lentitud el contenido de su plato. Finalmente, respondió con un tono apagado:

—Supongo que amigos—.

La tristeza que impregnó sus palabras no pasó desapercibida, y Zaing, aunque intrigada, dirigió ahora su atención a Malaya.

—¿Ella? —murmuró Malaya, inclinando la cabeza ligeramente mientras sus ojos parecían perderse en el fuego—. Es el sol que gira en mi órbita, la melodía que da ritmo a mi corazón. Llámala como quieras, pero el mundo la llama mía—.

El peso de sus palabras llenó el espacio, dejando a los otros dos en completo silencio. Sus ojos, cargados de una intensidad casi dolorosa, reflejaban un amor que trascendía lo humano, como si Azazel fuese más que carne y hueso, más que un recuerdo. Era su salvación, su ruina y su destino.

Zaing intentó responder, pero su voz se quedó atrapada en su garganta. Finalmente, logró articular:

—Eso es... muy lindo—.

Sin embargo, al mirar a Malaya, sus propios ojos brillaron con algo más que admiración. Había una chispa de deseo, una atracción que no pudo disimular, aunque rápidamente apartó la mirada, intentando ignorar lo que su corazón comenzaba a revelar.

Israel, por su parte, permaneció inmóvil. Su silencio no era casual, sino un refugio. Amaba a Azazel, eso era indiscutible, pero cada palabra de Malaya era un recordatorio cruel de que su amor siempre sería unilateral. En su interior, una voz lo cuestionaba sin descanso: ¿Por qué no soy como él? ¿Por qué no puedo protegerla con esa misma devoción? Pero no podía permitirse ser débil; la misión era más importante que sus sentimientos.

Malaya volvió a hablar, esta vez con la voz apenas audible, como si las palabras fueran solo para él:

—Desde el día que la conocí, sus ojos fueron un faro en mi tormenta, un llamado silencioso que mi alma no pudo ignorar. En ellos encontré un universo al que siempre quise pertenecer, como si me hubieran estado esperando desde el inicio de los tiempos—.

Zaing sintió su pecho encogerse. La manera en que Malaya hablaba de Azazel era diferente a todo lo que había escuchado antes, y el eco de sus palabras resonaba en su mente como una melodía inalcanzable. Necesitaba desviar la atención.

—Vayamos a dormir. Iré con ustedes —dijo apresuradamente, antes de que alguien pudiera replicar.

Israel, decidido a retomar el control de la situación, se incorporó también. Su tono fue firme, casi autoritario:

—Mañana continuaremos temprano—.

El fuego siguió crepitando, ajeno a las emociones que cruzaban entre ellos. La noche sería larga, y aunque ninguno lo mencionó, todos sabían que cada uno cargaba con sus propios demonios, sus propios anhelos y temores, mientras el nombre de Azazel, como un fantasma, rondaba en sus corazones.

Mientras Malaya acomodaba unas mantas en el suelo, cada movimiento reflejaba una mezcla de ternura y determinación. Azazel seguía inmóvil, atrapada en ese sueño profundo que parecía no tener fin. Malaya la arropó con cuidado, sus manos temblando ligeramente mientras apartaba un mechón de cabello de su rostro. Finalmente, se recostó junto a ella, como un guardián dispuesto a luchar contra el mundo entero si era necesario.

Israel, entretanto, permaneció junto al fuego, acompañado únicamente por Zaing. El silencio entre ellos no era incómodo, pero estaba cargado de preguntas sin formular. Él observó las llamas danzar, como si buscara en ellas respuestas que no llegaban. Fue él quien rompió el silencio.

—Interesante refugio —comentó Israel, dejando que sus ojos recorrieran el lugar.

Zaing lo miró de reojo y se encogió de hombros.

—No me gusta la multitud —respondió con indiferencia, su tono frío, aunque su mirada parecía oculta tras una barrera de secretos.

Israel asintió, intrigado por su respuesta. Esperó unos segundos antes de volver a hablar.

—¿De qué huyes? —preguntó, esta vez con una suavidad que casi desarmaba.

Zaing dejó escapar un suspiro, como si esa pregunta llevara un peso insoportable.

—De mi padre —murmuró finalmente, evitando encontrarse con sus ojos. Luego, levantó la mirada, devolviendo la pregunta con cierto desafío—¿Y tú?—.

Israel se quedó callado por un instante, sus pensamientos viajando hacia lugares oscuros. Finalmente, respondió con seriedad:

—De mi padre, el líder—.

Zaing lo miró con una mezcla de sorpresa y desconfianza. Sus labios se entreabrieron, pero no fue hasta unos segundos después que dejó escapar las palabras que parecían atoradas en su garganta.

—Así que ella es la chica maldita—.

La reacción de Israel fue inmediata. Sus ojos, normalmente calmados, brillaron con una intensidad inesperada.

—No le digas así a Azazel —respondió con firmeza, su voz tan cortante como una espada.

Zaing alzó las manos, tratando de apaciguarlo.

—Está bien, tranquilo. No era mi intención ofender—.

Él la observó por un momento antes de volver a centrar su atención en el fuego, aunque la tensión seguía presente en su rostro. Zaing, tratando de aliviar el ambiente, cambió de tema con curiosidad genuina.

—¿A dónde la llevan?, ¿Y cómo quedó así?—

Israel bajó la mirada, como si las preguntas removieran un dolor que intentaba ocultar.

—La llevamos donde la curandera —dijo con voz grave—. Lleva varios días así... y no despierta—.




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