Alnilam y la gran bruja

1| El jardín del fénix

El padre de Alnilam ni siquiera le pidió que se escondiera en el sótano. Tan rápido como volvieron a casa, ella corrió escaleras abajo y se encerró en el sótano. Había pasado una semana desde que escuchó a través de su madre que los chicos que habían sido elegidos fueron llevados a las montañas y que, según los rumores, habían sido recibidos por tres hombres con espadas y caballos. Esa noticia no la había logrado tranquilizar y, mucho menos, la hacía querer salir del sótano. Alnilam ya había aceptado la idea de vivir allí abajo, así que decidió que esa sería su nueva habitación: solo algunas velas, su cama, su ropa y su librero, y estaba lista para mudarse. Al menos ahora podía salir a la casa sin temor a que vinieran por ella. No creía que al director le interesara una chica tan común como para venir por ella.

Ese día, su padre y su madre iban a buscar a la abuela para festejar su cumpleaños. Alnilam estaba sola en la casa, sintiendo cada segundo la presencia amenazante de las fotografías de sus difuntos abuelos y bisabuelos. Su plan era simple: tomar una sopa de calabaza y pan, bajar al sótano y encerrarse hasta que su familia volviera. Nada podía interponerse en su camino. Antes de bajar las escaleras, tomó un sorbo de la sopa; si su madre la hubiera visto, le habría dado un buen regaño por ser maleducada y hacer algo tan grotesco. Pero, como su madre no estaba, haría lo que quisiera durante ese breve tiempo de libertad. Saboreó con felicidad la sopa de calabaza en su boca y bajó las escaleras. Al pisar el último escalón, una furiosa racha de viento azotó el sótano, haciendo que la vela se apagara. Una niebla grisácea y espesa se extendió por toda la habitación, consumiéndola. La sopa y el pan en sus manos cayeron al piso mientras intentaba escapar subiendo las escaleras, pero la puerta del sótano se cerró justo cuando estaba a punto de salir. Alnilam volteó temblorosa hacia abajo, donde la niebla se movía como si tuviera vida propia.

—Señorita Alnilam. No intente escapar de lo que es su destino.

Una voz proveniente de algún lugar desconocido le habló, ronca y gruesa, como el rugido de un león, como el estruendo de un trueno. Alnilam se quedó congelada al ver cómo una figura comenzaba a formarse dentro de la espesa niebla. Boquiabierta, observó al hombre frente a ella. Él le dedicó una mirada cansada mientras ella recorría su figura con la mirada, intentando encontrar una explicación.

—Señorita, no debería negarse, el mismo director vino por usted.

Una voz femenina hizo que Alnilam volteara la cabeza rápidamente. Una mujer con un vestido gris hasta los pies y mangas largas la observaba con desdén desde el otro lado de la habitación.

—¿Quiénes son ustedes? —preguntó Alnilam.

—Durante quinientos años, el cáliz elige a cuatro mujeres y cuatro hombres, jóvenes de las aldeas que rodean Altaír y hasta donde la vista alcanza. Esta vez, su pueblo fue elegido. Me sorprendió escuchar nuevamente el nombre de esta pequeña aldea después de cincuenta años. Algol dio a magos y hermosas princesas durante mucho tiempo, pero dejó de hacerlo. Hasta que naciste tú. El cáliz te eligió solo a ti, Alnilam. Quiero comprobar qué tan especial eres.

Alnilam escuchó con atención las palabras del hombre frente a ella. Y era cierto que, desde hace cincuenta años, Algol había sido olvidado por Altaír y se había mantenido en una paz extraña. Durante esos cincuenta años, observó cómo los elegidos pasaban por allí para ir y encontrar su destino. Durante cincuenta años, el pueblo vivió como un lugar normal. Hasta hoy. El día en que Alnilam fue elegida para el cáliz.

Sentía temor, tenía dudas; jamás creyó que ella sería elegida.

—¿Y si me niego? —preguntó Alnilam.

—No puedes negarte ante el destino —respondió la mujer, con voz cansada.

—Este… este no es mi destino —dijo Alnilam, dudando.

—El cáliz conoce el destino de cada ser humano. Solo aquellos que son especiales son elegidos para darle sentido a sus destinos. Para eso fue creado el instituto —dijo el director, observándola fijamente.

—Debería venir con nosotros, señorita —insistió la mujer.

Alnilam dudaba en aceptar. No quería alejarse de su familia, no quería irse para siempre, no quería que ese fuera su destino.

—Debe haber otra opción —suplicó.

—Nunca la hay. Nosotros no la estamos obligando, pero no importa lo que haga, su destino se cumplirá de una manera u otra. Debemos irnos —la mujer la miró con impaciencia.

—Las reglas son las reglas —dijo el director.

—¿Qué reglas? —preguntó Alnilam.

—Si el elegido se niega, tiene que ser llevado a la fuerza —la mujer lo repitió como si lo supiera de memoria.

—Eso no es una… —Alnilam comenzó a protestar.

Antes de que Alnilam pudiera hablar, la niebla que los cubría llegó hacia ella. Intentó escapar, pero no lo logró y fue succionada en un remolino junto a ellos. La niebla comenzó a desaparecer y un camino plateado se creó frente a ellos. Alnilam observó todo con la boca abierta y se dio cuenta de que ya no estaba en casa. Después de que toda la niebla se fue, el camino resultó ser un puente que conducía hacia un enorme castillo.

—¿Cómo? —balbuceó Alnilam.

—¡Esta siempre es mi parte favorita! —dijo la mujer con entusiasmo, aunque pronto su expresión volvió a ser seria cuando el director le dirigió una mirada de reprensión.

—¿Podrías levantarte? —le pidió la mujer.

Alnilam observó el lugar incrédula mientras se levantaba.

—Yo no…

No lograba pronunciar las palabras. Estaba asustada y asombrada.

—La profesora Astrid ya debería estar aquí —dijo la mujer con el mismo tono impaciente.

—Lamento llegar tarde…

Una hermosa mujer apareció frente a ellos. Se dirigió hacia el director y le dedicó una reverencia, luego volteó hacia Alnilam y la observó detenidamente de arriba abajo. Mientras ella seguramente juzgaba y analizaba a Alnilam con la mirada, esta hizo lo mismo y no pudo encontrar nada malo en la apariencia de la mujer. Llevaba un vestido blanco largo con mangas, adornado con flores celestes tejidas esparcidas por todo el vestido sin seguir un patrón. Su lacio cabello rojizo estaba recogido en una trenza, con algunos mechones rebeldes que el viento jugueteaba, pero ella seguía observando a Alnilam. Tan delgada que parecería la mujer perfecta a ojos de su madre, su piel pálida hacía resaltar sus pecas. Sus pequeños labios, formando un corazón, estaban apretados en señal de concentración mientras sus ojos verdes examinaban a Alnilam con detenimiento.




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