XII BIS
“La gente ordinaria esperaba a que la vida les desvelase sus secretos, pero para unos pocos, para los elegidos, la vida revelaba sus misterios antes de apartar el velo.
Esto era a veces consecuencia del arte y, sobre todo, del arte de la literatura, que se ocupa de manera
inmediata de las pasiones y de la inteligencia”.
Oscar Wilde
Me quedaba por comprender qué significaba aquel 93, el último número de la línea.
Consideré lógico aplicar la Navaja de Occam: «la explicación más sencilla suele ser la más probable», y poniéndola a prueba intenté comprobar si llanamente se trataba del número de página al cual remitirme.
Bajé la vista y examiné el folio 93 de aquel Tomo I del libro; quedé fascinado con el relato de las memorias de Sarmiento referentes a los años de estudio en Córdoba durante su juventud. Aquel texto tenía jesuitas del siglo XVIII como protagonistas:
«…A una cuadra de la Catedral está el templo y convento de la Compañía de Jesús, en cuyo presbiterio hay una trampa que da entrada a un subterráneo que se extiende por debajo de la ciudad y va a parar no se sabe todavía adónde; también se han encontrado los calabozos en que la sociedad sepultaba vivos a sus reos. Si queréis, pues, conocer monumentos de la edad media, id a Córdoba, donde estuvo uno de los grandes establecimientos centrales de América».
Reflexioné sobre las conexiones entre el libro de un jesuita español que residió en Córdoba, y aquellos túneles mencionados por Sarmiento que partían desde sus templos… en Córdoba.
El resto de la lectura no guardaba relación con la orden ni con los sacerdotes, sino solo anécdotas que le habían sido referidas acerca de quienes habían logrado ingresar en esos túneles. Tomé el lápiz y comencé a copiar los párrafos apresuradamente en mi cuaderno, mientras resonaba alegre en mi mente “y la luz brilla en las tinieblas”. ¿Una metáfora similar a “la luz al final de túnel”? ¿Algo que acabaría con la incertidumbre y la duda?
Esa alegoría siempre me había gustado como comparación con aquellos desgraciados que marchaban perdidos por la vida, pero a quienes el destino en algún momento inesperado aún les presentaba una última chance de cambiar su suerte, de redimirse o volver a comenzar después de estar convencidos de que todo había acabado para siempre. Personas atrapadas dentro de un túnel fáctico a quienes el ver esa luz les indicaba que escapar era posible aunque debiesen sortear obstáculos y tener que seguir luchando hasta alcanzarla. Realmente me gusta pensar en la luz como esperanza.
Dejando las divagaciones, consulté el reloj y consideré conveniente pasar al siguiente renglón de la clave; ingresé entusiasmado el tercer ISBN en el sistema de búsquedas, y unos instantes después me encontré parado junto al mostrador solicitando al encargado las “Memorias” del Deán Gregorio Funes, que era de quien se trataba en esta ocasión.
Regresé a la mesa con ansias de descubrir a qué sucesos históricos me remitiría ese siguiente llamado. Volví a tomar el último número como folio apuntado de lectura, y el texto me transportó con singular insistencia a la Córdoba colonial, en otra historia con jesuitas.
«El domingo 12 de julio de 1767, una tropa al mando del sargento mayor D. Fernando Fabro tomó por asalto la Universidad y el Convictorio de Córdoba, apresando a los 113 jesuitas que vivían en ella. Lo hicieron con violencia, dañando parte de las instalaciones. Se dice que buscaban los ricos tesoros que, suponían, la orden tenía ocultos. Esa infructuosa búsqueda, ya que no hallaron nada de valor en metálico, llevó a la destrucción de la famosa biblioteca que poseía el colegio, y de preciosos manuscritos que se conservaban en la granja de Santa Catalina, el establecimiento rural anexo al colegio. Entre otras pérdidas no es la menos importante la de la famosa biblioteca que poseía el Colegio Grande. Su destrozo empezó bien presto a indicar la falta de dueño. La botica cerró, la imprenta y los talleres de oficios fueron desmantelados, muchos libros quedaron tirados para gloria de los roedores…».
Con latidos palpitantes medité si esos apuntes invisibles habrían nacido del puño de Gladzco o si, por el contrario, fue él quien los descubrió.
Sin demoras copié también este texto en mi cuaderno, buscando maneras de unir los relatos seleccionados por el misterioso dueño del acertijo.
“En blanco” era su leyenda. ¿En referencia a la nada en que había caído el poderío de la orden al ser expulsada?
A puro nervio le eché otro vistazo a mi reloj pulsera, y me preocupó que restasen apenas algo más de dos horas.
El siguiente ISBN también era real, y derivó en que solicitase un libro de 1931, “Córdoba del Tucumán Pre hispana y Proto Histórica”, cuya página determinada por la clave me dirigía a las minas de Cuchiyaco, en la zona de Salsacate, también dentro de dominios jesuitas. «Después que estas tierras fueran repartidas entre diez encomenderos por orden de Don Jerónimo Luis de Cabrera, fundador de la ciudad de Córdoba, el sitio fue explotado por la orden religiosa de los padres jesuitas, a partir del año 1558.
Las primeras exploraciones mineras se llevaron a cabo en 1528, logrando extraer de esta región oro, plata, plomo y zinc, utilizando para ello mano de obra indígena. Aún pueden observarse, en las minas de Cuchi Yaco, más de veinte bocas que perforan el cerro formando un intrincado laberinto. En su profundidad también puede apreciarse el trabajo realizado con una veta de 60 cm de ancho y perforaciones verticales, con una profundidad de más de 50 m, las cuales eran utilizadas para la circulación de aire a manera de respiraderos».
No se trataba de ninguna coincidencia, sino de una historia que cobraba sentido; una mezcla de asombro y nervios me dominaba cada vez más. Estaba mareado por tantas reseñas, y desesperado por el poco tiempo que restaba.
“En el trabajo está nuestra alegría”. Cerré los ojos e imaginé a los padres dirigiendo rigurosamente el trabajo forzado de cientos de indígenas sumergidos en el interior de los lúgubres socavones, hundidos en penosas condiciones para extraer el áureo mineral de las entrañas de las sierras. Pensé en la orden de Carlos III expulsándolos de sus dominios, y la inmediata acción de rapiña de capitanes hispánicos como el tal Fernando Fabro, cayendo codiciosamente sobre los bienes de la compañía. Vislumbré de cerca los rostros de esos militares, llenos de sorpresa e indignación al no encontrar el oro que suponían debía estar allí.
La conexión del relato me llevó a recorrer mentalmente los túneles que el Gran Sanjuanino mencionaba en su libro. ¿Acaso algún hermano había escondido las riquezas en lo profundo de las secretas galerías? ¿Era por aquel tesoro que habían acabado con la vida de Gladzco? Estaba febrilmente atrapado por el maravilloso develamiento que me permitía imaginar tantos giros y destinos posibles.
Sonaba demasiado novelesco, mucho más absurdo que real.
Irene, a quien no había vuelto a molestar, se acercó a mi mesa con la cautela de quien pretende no interrumpir algo trascendental. Se colocó a un lado y sonrió.
—¿Marcha todo bien, señor Laffont? —se interesó en voz suave.
—Afortunadamente sí —respondí doblando mi papel y quitándolo de la vista sin apuros—. El único traspié ha sido aquel primer libro que no he podido consultar, pero ya no he tenido dificultades con los demás.
Irene siguió con atención mis palabras, mostrando una indisimulada curiosidad acerca de mi tarea.
—No pude dejar de notar su entusiasmo desde mi escritorio. Se lo ve satisfecho, y creo que eso pondrá contento al padre Luca —aseguró con una sonrisa.
Aquel comentario logró sonrojarme.
—El Director General pasó recién por aquí —añadió como si se tratase de un suceso importante.
Yo no lo había visto, ni tampoco lo conocía. De seguro debería ser alguien bien conocido en el ambiente literario culto, pero ese no era mi mundo.
—A él también le llamó la atención verlo tan concentrado —prosiguió como si se tratase de un elogio—. Se agradó mucho de ver que el material con el que contamos pueda despertar tanta pasión en los investigadores.
—Espero no haberles parecido un exaltado —apunté sonriéndole de manera abierta. Ella meneó su cabeza.
—Veo que está interesado en el período colonial —observó señalando los títulos que tenía apuntados hasta allí en mi cuaderno.
—En realidad estoy buscando información sobre el periodo jesuítico del siglo XVIII.
—Al principio creí que estaría interesado solo en consultar lecturas religiosas; al venir con un permiso del padre Luca supuse que quizá usted fuese algún teólogo o un laico consagrado. —La miré graciosamente sorprendido al oír esas deducciones y esbocé una tímida sonrisa—. Lo imaginé también por aquel libro sobre el Apocalipsis que intentó consultar… —se sonrió junto conmigo.
—Apenas fui monaguillo unos pocos meses después de la Primera Comunión. De momento solo busco jesuitas... preferentemente de dos siglos atrás —añadí con mirada risueña y ella esbozó otra pequeña sonrisa. Me gustaba verla contenta, su rostro no buscaba ocultar esas gotas de alegría—. Sabe, Irene, me preguntaba con respecto a ese libro: ¿existirá modo que usted pueda averiguar qué ha ocurrido con el “Apocalipsis Revelata”? —Aquella charla espontanea era una abierta invitación para hacerle ese pedido. Necesitaba cotejar algunas cosas de la copia que la biblioteca poseía, empezando por la fecha de edición. Bustos estaba muy seguro de los cuatro años de diferencia con el texto del viejo.
—Mi investigación marcha viento en popa, pero ese texto es indispensable para armar y redondear la conclusión —señalé dándole una razón de esa insistencia.
—Realmente no tengo manera de poder decirle, señor Laffont, si…
—Ricardo… sin tantas formalidades —la interrumpí con una mueca suelta—. Todo este tiempo la he llamado por su nombre de pila y voy a sentirme un desubicado si usted solo sigue llamándome por el apellido.
Creo no equivocarme al suponer que ambos considerábamos que el trato no debía ser tan acartonado. Me sonrió y prosiguió:
—Bien… Ricardo… le decía que, por mi función, no tengo forma de saber cuándo estará disponible el libro; está fuera de mi alcance acceder a esa clase de datos. Pero si lo desea puede dejarme un número donde llamarlo en caso que logre obtener alguna información a través de un compañero de esa área… No le puedo prometer nada, pero en caso afirmativo recuerde que siempre deberá contar con una nueva autorización para ingresar a la sala.
—¿Cree que será posible averiguar eso para mí?
—Al menos puedo intentarlo. Mañana trataré de hablar con el encargado del departamento de Bibliografía Colonial; es probable que el libro esté en poder de uno de nuestros restauradores.
—Si puede hacerme ese favor le estaré inmensamente agradecido.
Confieso que la charla me dio al menos una luz de esperanza. Le ofrecí que tomase apunte del número de mi móvil y le agradecí anticipadamente por cuanto pudiese hacer por ayudarme. Confié en que el licenciado Bustos podría darme una mano para mi siguiente visita.
Cuando Irene se retiró nuevamente hacia su escritorio, desdoblé mi copia y realicé la cuarta búsqueda. Tipeé otro ISBN expectante: 7-550-592-7. Libertas perfundet omnia luce, «La libertad lo llenará todo de luz».
Mi índice presionó con seguridad la tecla de ingreso, y hete que mi estado de tensión fue golpeado con un segundo “No Disponible”.
Verifiqué que el código digitado hubiese sido correcto, pero el sistema continuaba diciéndome que el “Index Librorum Collegii Maximi Cordubensis” no estaba a mi alcance en ese momento.
Descorazonado, lancé una leve exhalación y mordí mis labios. Aquello no era una derrota, solo una pequeña demora. Traté de olvidarlo y tipeé el anteúltimo código de la lista.
Crucé los dedos, y esta vez “Temporalidades de Córdoba.
Correspondencia (1770-1776)” estaba libre para ser consultado.
Su lectura a partir del folio 111 fue mucho más larga que las anteriores, y daba cuenta de lo acaecido con los bienes de la orden tras su expulsión. Un oscuro personaje, el sargento mayor Francisco Fabro –familiar seguramente de aquel otro Fabro–, había quedado a cargo de la administración temporal, y a través del texto supe que durante su gestión había cometido variadas arbitrariedades y desmanejos con esas temporalidades que debía administrar. Uno de los párrafos mencionaba que «tras extralimitarse en sus mandatos embistió contra la biblioteca».
Este dato concordaba con lo que había leído antes en las “Memorias” del Deán Funes. Ese tal Fabro no gozaría hoy de las simpatías de los bibliotecarios de ninguna parte del mundo. Un alma gemela a la suya habría sido quien incendió la Biblioteca de Alejandría.
Supe que cuatro años después se lo acusó del robo de cuantiosos objetos; la Junta Municipal nombró entonces un nuevo encargado para que se ocupase del inventario de los bienes jesuitas, y este, a poco de haber comenzado a inspeccionar las librerías, había hallado los libros “todos revueltos y hechos un montón, tanto que solo pudiera evacuarse la entrega de ellos contando las piezas y expresando sus tamaños”, y del mismo modo daba a entender que faltaban muchos de los mejores de ellos: “tal vez las mejores obras y fuera fácil el levantar la especie de que los que los reciben subrogaron en lugar de los buenos otros inservibles y de poco monto”.
Las siguientes líneas narraban de qué modo el Virrey Vértiz había escrito, preocupado, desde Buenos Aires al presidente de la Junta Municipal para que apurase la indagación de las denuncias que había recibido sobre Fabro para que este tuviese tiempo de responder a los cargos antes de su retorno a Buenos Aires. Sin embargo, al enfrentar al tribunal, Fabro no pudo demostrar la falsedad de las denuncias; su defensa fue confusa y se tuvo que desdecir en dos oportunidades sobre el total de volúmenes de los que se había hecho cargo; en otro momento del juicio, finalmente confesó haber vendido varios volúmenes, pero que «otros vecinos habían robado libros» como justificativo de la gran cantidad de tomos faltantes. Sin embargo un testigo, Don Miguel de Learte Navarro, había declarado que Fabro «había tenido libros para vender y surtir de ellos a toda la ciudad de Córdoba».
Tras la indagatoria, se procedió a embargar los bienes del militar corrupto, y en el inventario aparecieron numerosos textos que indudablemente procedían de la biblioteca de la compañía. Ante la requisitoria del escribano, Fabro respondió que los había comprado «como muchos individuos, y que no se entienda que los ha sustraído».
Fabro había usado los libros y otros bienes para su beneficio personal, diezmando aquella fabulosa colección de sabiduría. Pensé en al padre Luca y su tarea actual de volver a reunir cuanto pudiese de esos tomos.
El texto terminaba mencionando que el virrey había solicitado catalogar y enviar urgentemente hacia Buenos Aires “aquellos libros de doctrina relajada”. Recordé inmediatamente el comentario del sacerdote: «…lo que podía significar casi cualquier cosa en esa época, ya que a los escritos de Galileo se los consideraba dentro de ese grupo».
Levanté la mirada hacia el gran reloj de madera que dominaba la sala, y descubrí que me quedaba realmente muy poco tiempo, al punto de creer que esos minutos no serían suficientes para concluir la última búsqueda. Sabía que en ese ámbito académico no se podía andar retaceando segundos; una vez concluido el tiempo era mejor retirarse y no correr el riesgo de ser invitado a no regresar. Del modo más veloz que pude me acerqué con el ISBN al mostrador, rogando que estuviese disponible.
Volví a mi mesa de trabajo con un tomo anterior de las “Temporalidades de Córdoba. Correspondencia (1767-1769)”, y leí a toda prisa la pagina 176, según la clave lo indicaba.
El texto se refería a otro inventario practicado al tiempo de la expulsión de la orden. En este caso se describía uno correspondiente al antiguo noviciado, que por motivo del destierro había quedado lógicamente inconcluso:
«Comprende tres patios, el primero tiene cuatro aposentos, en el paso que va al segundo hay dos, en el segundo patio siete aposentos, comprehendido el refectorio, en el paso del segundo al tercero hay dos aposentos y en el tercer patio hay cuatro, y un lugar común».
Nada nuevo aportaban esas detalladas descripciones, salvo para los estudiantes de arquitectura que debiesen realizar una tesis sobre la historia y evolución de las construcciones civiles. Me sentí algo decepcionado, pero con la confianza puesta en la aparición de algo importante en los siguientes párrafos:
«Una iglesia subterránea de tres naves por concluir, con cincuenta pies de largo, y once de ancho, con cuatro arcos de ladrillo y cal, las columnas de piedra sin labrar, y un panteón a la entrada de veinte pies de largo, y once de ancho todo en bruto que se tasó por el Maestro Arquitecto en 6.550».
¿Una iglesia subterránea en el Noviciado Antiguo? ¿Qué era aquello? Estaba todavía ensimismado pensando cuáles serían las razones para semejante barbaridad arquitectónica cuando oí unos tacones acercándose de manera sigilosa hacia mi mesa.
–Señor Laf… Ricardo —llamó Irene, sacándome de aquel mundo—, lamentablemente su tiempo disponible ha terminado. Creo que quizá el padre Di Anzio pueda acercarle alguna…
—No se preocupe, Irene —le respondí con la mirada satisfecha de quien ha logrado un gran triunfo—. Creo que esta tarde ha sido muy fructífera. Le agradezco sinceramente su ayuda. Cuando lo vea al padre le hablaré muy bien de usted.
Devolví el tomo al encargado sin haber podido copiar nada del último texto, y pasé a despedirme de la muchacha.
—Haré lo posible, Ricardo, por brindarle alguna información lo más pronto posible —me recordó antes del saludo final.
El acertijo estaba empezando a desvelarse, demostrándome que todo poseía un sentido, como si se tratase de una amalgama de piezas que iban encajándose unas con otras. Faltaban algunos fragmentos para poder disponer de la vista completa del rompecabezas armado, eso era cierto, pero confiaba en poder darle un final relativamente pronto. De momento tenía deseos de saber quién lo había creado, y para qué.
El desafío me tentaba y estaba decidido a seguir avanzando por pura curiosidad intelectual. No pensaba encontrar ninguna otra cosa más que la satisfacción de haber resuelto el juego, pero ojalá hubiese sabido en aquel entonces que esa alegría no sería tan distinta de la que podría sentir el último superviviente de una ruleta rusa.