Se colocó la soga al cuello, y sobre la banqueta, en medio del corredor, una ráfaga de pensamientos arremetía sobre su existencia. La resolución de Dios, de los angeles y algún misterio, o quizás, la supuesta farsa de La Divina Providencia. El corredor era extenso, y en toda su longitud una gran casa se alzaba; en las ventanas se asomaban los primeros vestigios del amanecer reflejándose en las paredes, y para luego sería la noticia: «Muere un rico antes de la primavera».
Pero aún sobre la banqueta y con la soga al cuello, con los latidos en la garganta y el nudo en el cerebro, hacía suyas las futuras acciones del pueblo posterior a su muerte. «Seré noticia hoy, y luego, ¿qué seré? Héroe. Imposible», pensaba, con la mirada cristalina antecediendo a un aguacero de mayo en sus ojos. Los paños del corredor bordados de recuerdos, fotos de viejos familiares, un suicida y muertes naturales, despertaban cierta ansiedad en el Conde de Mongál.
La soga continuaba molestando su cuello, y le provocaba comezón, entre uñas y piel haciendo fricción, de a poco retiró inconscientemente la soga y se sentó en la banqueta. Pensaba y pensaba, cosas tras cosas, situaciones exasperantes y situaciones que le dieron cierta excitación algún día, situaciones que le dieron ganas de vivir, o de sentirse más vivo, pero siempre positivas; hasta que llego donde todo comenzó. La puerta abierta, la mujer fría y desnuda en el suelo, y aquella bestia humana escapando por una de las ventanas. «Todo fue mi culpa», murmuraba repetidamente, sollozo.
Un golpe de furia destronó la calma que de a poco mantuvo para bajarse de la banqueta, o tal vez el poco valor que tuvo para dar ese salto. Tomó la soga, subió nuevamente a la banqueta y suspiró. «Te buscaré donde sea», dijo aireado, dando un salto de fe. La luz blanca nunca fue el final ni tampoco el famoso túnel del cual se habla en algunos libros.
«¡Noticia!¡Noticia!», gritaba un vendedor de periódicos.«Hace falta más que valor para enfrentar a la muerte: El Conde de Mongál sobrevive a un intento de suicidio», continuaba eufórico el vendedor de periódicos. La soga estaba podrida.