Como era costumbre, cada 1 de septiembre, los docentes, autoridades, todos los altos cargos universitarios se reunían en el Palacio del Conocimiento de la universidad para dar la bienvenida a nuevos y también conocidos rostros que se unían a un nuevo ciclo escolar. Una fecha a la que muchos asistíamos más para cumplir una obligación que por saciar un placer.
Por ese motivo, la noche anterior decidí hacer a un lado mi compromiso con los estudios y caí ante las tensiones del diseño de modas, un arte que me encantaba, y dediqué mis horas de sueño a completar varios bocetos.
La gran cantidad de personas amontonadas en la entrada del palacio desestabilizó el buen ánimo que me costó encontrar para ir a la inauguración, por un momento, pensé en huir de mis deberes. Estaba casi segura de que mi falta podía pasar desapercibida entre tantos rostros, tantas voces y tantas quejas.
Al suspirar, encontré un pequeño hueco en la entrada que me hizo desistir de esa decisión. Con más determinación que voluntad, me atreví a sumergirme en ese mar de personas y ruido.
Como no bastaba con mi presencia ni con mi pequeño cuerpo, que se trataba de adaptar a los movimientos de los demás, con voz demandante y fuerte, intenté buscar la atención de los oídos sordos de los cientos de jóvenes que habían asistido a la ceremonia.
Muchos de ellos, que ya me conocían por experiencias pasadas o alguno que otro rumor, abrieron el campo y los otros, que no me conocían y eran los que representaban la mayoría, tomaron mis exigencias como una altanería y decidieron mantenerse inmóviles.
Con más atrevimiento que paciencia, ignoré sus gestos y no me importó pasar por en medio de todas sus miradas.
Al salir del campo de atención, la conversación de los chicos a los que había interrumpido, se reanudó, y yo por fin pude tomar aire fresco.
Aun así, el agotamiento por mi lucha para ingresar al palacio y las horas de desvelo, me impedía tener una visión clara del lugar. Aparté las gotas de sudor que nublaban mi vista e intenté encontrar un asiento vacío.
Para mi mala suerte, con lo único que me encontré fue con las risas grotescas de Bea y el rostro indiferente de mi hermana Lilith. Los únicos asientos vacíos estaban a disposición de ellas, de las personas menos deseadas para acompañarlas en una ceremonia de una hora y media.
Para mi facilidad y comodidad —ya que las dos opciones eran igual de malas — tomé la risa burlona de Bea como una propuesta para sentarme justo a su lado. Bea mantuvo su sonrisa, mientras yo me mantenía alejada de ella; mi caminar parecía causarle gracia, pero cuando acorté nuestra distancia, su ceño fruncido sustituyó los gestos burlones de su rostro.
—¡Buenas, buenas! —mencioné con chulería.
Entre el miedo y la burla, lograron darle a Bea cierto atrevimiento para encararme.
—Eran buenos días, hasta que llegaste tú —señaló de manera infantil.
Como su respuesta no tuvo el apoyo de su grupo de amigas, ella llamó la atención de las demás chicas, a quienes la incomodidad las tenía atrapadas en el silencio.
—¿No es así, chicas? —preguntó Bea para obtener el respaldo de las voces de las jóvenes, ya que su confianza nunca la respaldaba
—¡Así es! —dijo una de ellas y hasta se animó a elevar el tono de voz.
Le dio un codazo en medio de las costillas a otra para que le ayudara a culminar su frase. Sin embargo, con un ligero movimiento por parte de su amiga, la chica obtuvo la respuesta menos deseada: una negativa
Para burlarme de la poca complicidad y coordinación de mis contrincantes, mencioné:
—¡Vaya, vaya! Sabía que carencia de muchas neuronas, pero desconocía que eran incapaces de formar un dialogo coherente. Aunque bueno, qué estoy pidiendo, si sus existencias no tiene ningún sentido.
—¡Perra! —exclamó Bea, de las tres chicas, ella era la más atrevida en palabras y acciones. Pero también era la más sensible ante a provocaciones; yo me aprovechaba de esa debilidad.
Para hacerla cabrear aún más, miré a todos lados, dije:
—¡Oh vaya! No sabía que estabas llamando a tu madre. Gracias por darme el nombre. Aún desconozco el apellido. ¿Cuál será? —jugué con su furia —, ¿quizá sea zorra?
Su enojo me complació y su respuesta me dio la excusa perfecta para destruirla. Hasta que… la melódica voz de una de las chicas, la que se había mantenido al margen de la discusión, interrumpió y me dio algo de calma.
—Señorita… —me llamó de manera educada. No conocía mi nombre.
Me detuve a mirar su rostro. Pero ninguna de sus facciones me recordó que haya tenido alguna interacción con ella en el pasado.
—¿Necesitaba pasar?
Su pregunta logró la tranquilidad y el silencio de las demás, así como mi calma y benevolencia. Por eso, respondí con un:
—Sí, necesito pasar. Quiero tomar asiento.
Señalé el asiento. Los ojos de Bea no disimularon su malestar, al contrario, lo expresaron. Las otras chicas, que sentían la necesidad de acatar las palabras de la más tímida, abrieron paso para mostrarme mi destino. Y cuando había caído en la confianza que las demás chicas me habían brindado, Bea aprovechó ese momento para ridiculizarme, y con su pie derecho intervino en mi camino. Mi cuerpo tambaleó, mis manos intentaron apoyarse en los asientos; pero mi tacto parecía incompatible con el plástico de las sillas y terminé deslizándome.
Mi frente recibió todo el golpe, pero no recibiría las consecuencias.
Mientras las risas de Bea causaban malestar en mis oídos, mis manos deseaban matarla y hacerla sufrir, pero aún servían como una cura para mí frente, así que lo único que tenía para cobrar venganza era mi lengua.
—¡Madita puta! —maldije en voz baja, mientras todavía mantenía mis ojos cerrados para intentar recobrar la conciencia.
—Ja, ja, ja —la escuché reír. Pero no pude ver la expresión en su cara. Suerte por ella —. Eso te pasa por arruinar mi graduación de la secundaria.