Ámame por ser yo

Capítulo 5: Miedo y deseo I

A pesar que no era la respuesta que yo esperaba, su honestidad me dio cierta calma.

Con una sonrisa incomoda, que ocultaba disconformidad, agradecí su entrega hacia mí.

Aedus me devolvió el gesto; guardó silencio, pues esperaba que yo siguiera con la conversación.

—Comprendo —Fue la palabra más adecuada que encontré para el momento. Él levantó las cejas, expectante; esperaba una respuesta más larga —, gracias por aclarar todo —dije con un tono de vergüenza.

Desvié mi mirada al piso, al recordar el atrevimiento de mi confesión.

En Aedus —aunque me atraída su personalidad amable, su carisma y su forma tan humana de tratar a los demás —no buscaba una relación: buscaba aceptación.

—¿Pasa algo? —preguntó de manera incómoda.

Él no esperaba que mi vergüenza me arrinconara y que el silencio fuera su cómplice.

—Yo… Lo que te dije —Mis palabras no lograban unirse.

Para salvarme de los pensamientos, que arremetían en mi contra, con un toque gélido y a la vez delicado, Aedus acarició mi rostro. Mis poros sintieron su tacto y mis mejillas, ardientes por la vergüenza, le dieron calidez.

—No es necesario que lo expliques, no debes arrepentirte de nada. Considero que los buenos sentimientos deben morir en una confesión y no vivir en el miedo del rechazo.

Su frase calmó mi ansiedad, y su sonrisa levantó mi semblante caído.

Tomé su mano con la mía, la apreté con fuerza. No quería que él se alejara de mí.

—Gracias —volví a decir; pero esa vez, sin ni una pizca de vergüenza.

Aedus tocó mi cabello, y peinó, con sus finas manos, mis rizos alborotados. Unas cuantas hebras se entregaron a las rejas que formaban sus dedos.

—¡Auch! —dije sin pensar, sin meditar. A su lado, me sentía libre.

Mi quejido despertó la preocupación en él.

—¿Qué pasa! —preguntó con un tono alarmado. La dirección de mi mirada le indicó dónde debía prestar atención.

Para no ignorar su pregunta, le dije:

—Me duelen mucho los pies.

Aedus frunció el ceño. Por primera vez, él mostró un sentimiento negativo frente a mí.

Con palabras sutiles, pero que podían llamar la atención de forma estricta —como si se tratara de un padre educando a su hijo— Aedus me dijo:

—Frida… ¿Acaso no piensas en ti? Solo a ti se te ocurre salir de casa descalza . ¿Puedes mostrarme los pies?

Aunque su petición exigía sacrificar mi equilibrio, levanté uno de los pies. El quitó el calcetín, pues su tela escondía la escoriación.

—¡Es demasiado! —exclamó, sin importarle que el resto de los adultos lo miraran.

Su exageración hizo que mis lágrimas se asomaran al borde de mis ojos.

—¿Está tan mal? —pregunté con preocupación.

—Tienes los pies inflamados y algo heridos —afirmó.

Se levantó del suelo y, con suavidad medida, me tomó de los hombros.

—Quería pasar el resto del día contigo, pero no puedes andar así —Estuve a punto de protestar. Sin embargo, él me detuvo —. No quiero nada de quejas, Frida. Sabes muy bien que necesitas descansar. Ahora mismo te pediré un taxi.

Por mi silencio, él creyó que estaba molesta.

—No estés así. ¿Sabes? El viernes podríamos pasar el día juntos. Después de clase no tengo mucho qué hacer. ¿Quieres que nos veamos?

Su propuesta me devolvió el ánimo, y me hizo olvidar el dolor que sentía en los pies. De esa manera, con un gran salto y un «sí» apresurado le mostré mi entusiasmo.

Al ver que no me importaba lastimarme, Aedus tuvo que recordarme que debía cuidar de mí.

—¡Cuidado!

—¡Está bien! ¡Está bien! —respondí para tranquilizarlo.

Mi sonrisa era un remedio para su preocupación, mientras que su ceño —ya suavizado— logró darme la tranquilidad que ambos necesitábamos.

—Te pediré un taxi —dijo, con un tono pausado y dulce.

Mis vellos, aún erizados por todo el frenesí de emociones, fueron apretados por mis manos.

Esperé una respuesta de Aedus, y él dijo:

—Viene en cinco minutos —anunció con tristeza. Parecía que no quería terminar nuestra cita improvisada —. Pero recuerda que el viernes nos veremos

Traté de disimular mi alegría, pero una leve sonrisa escapó de mí.

El sonido de un auto parqueándose nos avisó que nuestra despedida estaba cerca. Mis ojos se centraron en el auto que había llegado al parque.

—Creo que ya es momento de irme —mencioné con tristeza.

Ya no había reproches ni quejas, solo un gesto dulce en su mirada. Sentí que su ternura podía romper el caparazón que protegía mi corazón. Era el único al que podía entregarle mi vulnerabilidad.

El conductor se bajó del coche y abrió una de las puertas traseras. Con una mirada rápida y de incomprensión observó mis pies, pero omitió cualquier tipo de comentario.

—Buenas tardes, señorita, la llevaré hasta su destino —mencionó. Sin embargo, mi destino estaba frente a mí. Lo único que él haría sería alejarme.

—Nos vemos pronto, Aedus.

Aedus se acercó hasta mí, sus delicadas yemas tocaron las mías. Se guardó las palabras y eligió derrochar gestos.

Mi pequeño cuerpo se unió al calor de sus brazos; mis manos se aferraban a su espalda y su barbilla descansaba en mi cabeza.

Pude sentir cómo su espalda recibía todos los rayos del sol y como yo me beneficiaba de su sombra.

Para no hacer esperar más al conductor, subí al coche. Aunque el hombre tenía prisa por terminar el viaje, entendió la intimidad del momento e hizo que el auto avanzara despacio. Las palabras —que aún no conseguían llegar a su destino— encontraron escapatoria entre el pequeño espacio del vidrio y el techo del auto.

Antes de que el coche tomara mayor velocidad, Aedus logró gritar:

—¡Llámame! —Con un gesto de mano quedó más claro lo que quería decirme.

El conductor, que estaba muy al pendiente de cada una de nuestras interacciones, sonrió, lo pude ver por el retrovisor. Intenté no sonrojarme, sin embargo, fue inútil.

Con sus palabras, muy bien cuidadas para no caer en el irrespeto, logró que mi vergüenza aumentara.




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