En un susurro, Aedus pronunció el nombre de Lilith. Sus palabras y las mías huyeron con el viento; una ráfaga alborotó mi cabello, mis mechones castaños se esparcieron por mi frente.
El silencio abundó y las miradas tímidas también. Aedus había dejado tres puntos suspensivos para que yo continuara la conversación, pero no supe cómo aprovecharlo. La decepción, el enojo y la tristeza me impedían pensar con claridad.
Aedus respetó el silencio sepulcral y yo acepté el trato de miradas.
Después de recuperarme del shock, me dirigí hacia él y, con el mismo esfuerzo que Atlas utilizó para cargar el peso del mundo, le dije:
—¿Para qué llamaba? —Con una sonrisa y mirada distante, fingí incredulidad.
Me perdí en el movimiento de los árboles y los colores cambiantes de los vestuarios de los alumnos.
Aedus miró con concentración el letrero de su aula de clase. Sin entrar mucho en detalle, dijo:
—Lo siento Frida, no podemos hacer planes hoy… —Hizo una pequeña pausa. Mis quejas, que estaban ansiosas por salir a causa de la desesperación, estuvieron a punto de interrumpirlo. Dejé que continuara—: He olvidado que tenía una reunión de clase con ella.
Mis manos se apretaron, mis venas se marcaron y mis palmas contuvieron mi enojo. Mordí mi labio inferior y rasqué mi cabeza con incomodidad.
Para evitar enfrentarlo con palabras atroces, tomé unos centímetros de distancia. De nuevo, la tentación estaba ahí frente a mí, vestida egoísmo, victimización e inconformidad.
Sin embargo, en esa ocasión, como un adicto que por primera vez se niega a consumir una droga, pude decirles «no». Aedus era mi motivación.
Como nunca antes lo había hecho, pude afrontar el conflicto con una sonrisa, aunque incómoda, servía para mantener la armonía.
—No hay ningún problema.
Tomé mi bolso lila —ese que solía acompañarme a clase— entre mis manos y lo apreté con nerviosismo. Mi blusa se arrugó, y mi gesto despertó la ternura en mi acompañante.
—Tampoco hay que apurarnos tanto —dijo con alegría sincera.
Con tan solo una frase, él logró cambiar la densidad del aire: convirtió lo pesado en liviano, la tristeza en alegría, el dolor en alivio y la desesperanza en fe.
No pude evitar contagiarme de felicidad y, como si se tratara de la Frida de nueve años, la que compartía tiempo con Ains, la que jugaba con Alice, dije:
—¡Dime, dime!
Mis palmas se juntaron y mis dedos se abrazaron entre sí. Mis ojos brillaban con la misma intensidad de una luna llena.
Aedus miró su reloj.
—Todavía tengo casi tres horas antes de reunirme con Lilith. Me gustaría que al menos fuéramos al centro comercial, por algo para ti.
De nuevo la falta de amor y atención se expresó de la misma manera que hace unos días: con inseguridad.
—¿Un regalo para mí? —pregunté sin poder creerlo.
Su sonrisa cerró sus ojos y su asentimiento despreocupado causó que sus rizos se movieran con la misma agilidad que un par de resortes.
—Claro que para ti. Solo te diré una cosa —mencionó como advertencia.
Yo no tardé en responder con un:
—¡Claro, dime!
La emoción me hacía hablar con descuido, pero con sinceridad.
—El presupuesto es ajustado —avisó con vergüenza.
Su mirada no supo sostener la mía; cayó al suelo agrietado del parque. Como no me importaba el costo, sino la intención, con la seguridad que yo tenía para dar y la que él necesitaba, recibir, le contesté:
—¿Te preocupas por eso? —Mi mano agarró con moderada fuerza su hombro izquierdo. Su camisa de mangas largas, un poco floja para su cuerpo delgado, se arrugó —. No me importa el precio sino la intención.
Por primera vez, yo le había dado valor a él, no al contrario. Aedus alzó la cabeza y me miró con orgullo.
—¡Entonces, vamos! —respondió con alegría.
Sin importarme las miradas burlonas de los demás, levanté mis dos brazos como si de una gran victoria se tratara.
—¡Vamos!
***************
Después de que varias tiendas nos robaran suspiros de decepción por la gran cantidad de productos que no cumplían nuestras expectativas, nos encontramos con una tienda que se especializaba en zapatillas. Unas en particular, que me recordaban a la confección de los zapatos de lujo de los años veinte, llamó mi atención.
Aedus no reaccionó a mi ilusión, pues el cansancio no se lo permitía. Caminé hasta él y lo agarré por su camisa.
—¿Ya los encontraste? —preguntó con dificultad.
Sin decirle nada, más que dedicarle una mirada cómplice, lo llevé hasta dentro de la tienda.
Sin preguntarle a ninguna trabajadora y con un exceso de confianza, tomé el par de zapatillas entre mis manos y las abracé con la ternura que solo una madre podría darle a un hijo. Eran de un suave color rosa, con encajes de color blanco y detalles dorados que se fundían.
—¿Lo quieres? —preguntó a Aedus con obviedad.
Moví la cabeza hacia arriba y hacia abajo. Él las tomó entre sus manos. Admiró sus detalles y elogió mi buen gusto.
—¿Qué esperabas? —pregunté de manera juguetona y orgullosa. Un pequeño codazo en medio de sus costillas provocó su risa —. Estudio diseño de modas, recuérdalo.
Nuestra actitud juguetona y despreocupada nos hizo un blanco fácil de capturar para los dependientes de la tienda. Una de ellas se nos acercó con la sonrisa de quien había encontrado oro en tierra infértil.
—¿Necesitaban algo, chicos? —preguntó con confianza.
El chicle que masticaba sostenía sus muelas y la hacía hablar con un ligero aire juvenil, aunque tuviera más de treinta.
Antes de que Aedus empezara a dar explicaciones, me atreví a responder por ambos y, sin que ella lo preguntara, le entregué las zapatillas.
—Toma.
—¿Te llevarás esto? —preguntó —. ¿Estás segura del número?
Miró mis pies con inseguridad. Su pregunta me hizo dudar y, con la ingenuidad de un niño, volteé a ver mis pies con tristeza. La emoción por recibir un regalo y mi impulsividad no se hacían buena compañía.