Pareciese tan lejos en el tiempo pero todo comenzó un año atrás, cuando decidí salirme de mi hogar, de mi casa. Me mudé con una amiga de la infancia, duré viviendo mucho tiempo con ella. Conseguí un trabajo, me esforcé para seguir estudiando, en este punto estudiar era lo único que me quedaba, tenía que seguir con mis metas. Fue muy difícil porque tenía muy poco tiempo libre y realizar las tareas de la escuela se me complicaba acabarlas a tiempo. Muchas veces estuve a punto de rendirme pero sacaba fuerza desde lo profundo del alma para seguir adelante.
Un día iba rumbo el departamento de mi amiga, estaba cansada y al pasar por un parque me senté en una de las bancas a descansar un momento. Unos minutos más tarde cruzó enfrente un chico con un perrito Chihuahua, me pareció sumamente extraño, siempre creí que los hombres solían tener perros grandes como un pitbull o un san Bernardo, lo miré de una manera extraña supongo porque soltó una sonrisa y se acercó, al principio creí que pediría instrucciones para ir algún sitio.
– Hola, ¿Te puedo preguntar, o vaya disculpa mi ignorancia, pero te puedo preguntar… una pregunta?– sonó bastante raro, no pude evitar reír.
– Hola – contesté risueña – claro, la que gustes.
En realidad me pareció un chavo muy atractivo, una inexplicable fuerza me decía que debía pedirle una cita, pero eso no corresponde a una chica, así que esperé a que él me invitara.
– Lo que sucede es que tengo un gatito, tiene apenas unas semanas de nacido y me gustaría regalarlo. Es de color negro y al mirarte pensé que te gustaría un poco de compañía – no sé a qué se refería, pero estaba segura que en mi rostro se reflejaba toda esa soledad que llevaba dentro – sabes que, si tu aceptas a mi gato, yo te invito a cenar el próximo sábado.
– Me parece perfecto – contesté aceptando su propuesta.
Entonces lo invite a sentarse, platicamos durante un buen rato, hizo que me olvidara del cansancio y sobre mi situación en la que me encontraba, al menos por esa tarde. Me dijo que me daría al gatito en unas dos semanas, cuando ya pudiera comer otro tipo de alimento que no fuese solamente leche. El nombre del chico era Jesús. La tarde fue maravillosa que olvidé incluso del tiempo, cuando reparé en ello el reloj marcaba las ocho de la tarde.
– Ya es tarde – le dije mientras le mostraba mi reloj, tomé una hoja de papel y una pluma, anoté mi número telefónico y el lugar donde residía – tengo que irme, mi dirección por si quieres ir recogerme, al reverso también anoté el número telefónico, me marcas para avisarme donde nos veremos el sábado.