2. Uno grande y otro pequeño
Visitó la casa de sus padres. Caminaba con tristeza por la tan conocida senda recordando con añoranza la alegría de otros tiempos, cuando llevaba a su madre un buen pescado, una cesta de frutas o una pieza de cordero comprada en el mercado. Caminaba despacio por el polvoriento camino, le pesaban las piernas, le pesaba el cuerpo como en esas pesadillas en las que uno quiere correr, huir, y no puede. Qué extraño se le hacía todo aquello sin el olor del mar, sin el omnipresente rugir de las olas como música de fondo. En vez de ello, silencio, un enorme vacío que succionaba sus pensamientos irremediablemente como un agujero negro instalado en la tierra. La evidencia era demasiado abrumadora, aquello no era una pesadilla, era peor, era real. No había posibilidad de despertar, de alivio, de consuelo, de restablecimiento.
Avistó la casa de sus padres en la distancia. Le pareció vieja y cochambrosa. A medida que se fue acercando, la tan familiar silueta logró levantarle el ánimo: el viejo porche, las dos ventanas con las cortinas de flores azules de su madre, la puerta de entrada verde con el pomo negro, el tejado gris, la bicicleta oxidada de su padre apoyada en un lateral de la casa, la huerta siempre llena de hierbas... Todo ello le traía buenos recuerdos.
Saludó desde lejos a su padre, sentado al resguardo del porche, con la misma manta de cuadros de siempre tapándole las piernas. Este levantó el brazo derecho a media altura con un gesto lento, para dejarlo caer sobre su regazo con la misma lentitud. Era obvio que no le había reconocido, pero Abai no esperaba que le reconociera. Su padre llevaba años sumido en crisis de ausencia cada vez más frecuentes y largas, hasta llegar a un estado de alejamiento permanente en el que solo por unos instantes parecía volver a la vida real, reconocer a su esposa, su casa, su viejo entorno, a sí mismo, para volver a partir, de la misma manera que había llegado, hacia algún recóndito lugar dentro de sí mismo. Desterrado en su propio cuerpo. Llegó frente a él y le sonrió. Se sabía de memoria las arrugas de su frente, el largo y poblado recorrido de su bigote, la pronunciada protrusión de su labio inferior, la siempre elegante caída de su flequillo blanco. Era su padre, el de siempre, un poco más viejo, un poco más ausente.
—¡Hola, padre!
Él le miró. Sus labios dibujaron un amago de sonrisa, pero era obvio que no le había reconocido. Subió los tres escalones de madera que daban acceso al porche, se acercó hasta él y le besó en la frente.
—Hola, padre...
Lo repitió con una voz casi inaudible, como si hablara para sí. Era muy doloroso ver a su padre de aquella manera, pero a la vez sintió alivio de que no fuera testigo del gran desastre que se acababa de producir. A su padre, hombre recio de mar, de quien había aprendido todo lo que sabía sobre la pesca, la navegación, los caprichos de las aguas, se le habría roto el corazón al contemplar el devastador espectáculo. Le acarició la espalda. “Qué bien, padre, que no lo hayas visto...”.
Su madre hizo acto de presencia. Sonrió a su hijo con dulzura y tristeza y le besó en la mejilla.
—Creí oír voces...
—Madre, ya sabrás...
—¿Lo del mar? Sí, lo he oído.
Su madre no pareció darle gran importancia, lo cual dejó a Abai algo contrariado. Se acercó hasta su esposo.
—¡Mira quién ha venido a vernos... Tu hijo Abai!
Le hablaba como a un niño pequeño. Él musitó algo que Abai no pudo entender, a la vez que hizo un gesto parecido a encogerse de hombros.
—Dice que se alegra de que estés aquí.
Abai no creyó a su madre. Ella parecía vivir en un mundo paralelo al de los demás, interpretando las cosas de la vida a su manera, sin importarle las opiniones del resto de los mortales o incluso las sensaciones que le transmitían los sentidos. Lo que no le gustaba, simplemente, no existía, y lo que a ella le hubiese gustado, con la misma simpleza, lo fabricaba de la nada. Hacía más de dos años que su padre no hablaba. Contempló por unos instantes la cara sonriente de su madre, luego miró a su padre y sintió que ellos tres vivían en dimensiones diferentes.
—Madre, ya no hay mar.
—Eso he oído. Ven, entra, ¿te quedarás a dormir?
—Creo que sí. ¿Y padre?
—Ahí lo ves... Descansando, como siempre. Bien se merece un descanso el hombre.
Siguió a su madre hacia el interior de la casa convencido de que ella no era plenamente consciente del estado de su padre, o quizá sí lo era pero había decidido ignorarlo y fabricarse su propia realidad.
Dedicó un buen rato a limpiar la huerta de hierbas y maleza. Reparó la valla. Se acercó hasta la bicicleta oxidada y recordó con melancolía cómo su padre llegaba de faenar en el mar, él siendo solo un niño, pedaleando alegremente con la cesta llena de pescado y un cigarrillo entre los labios. La misma bicicleta con la que él había aprendido a pedalear. Accionó el timbre, sonó apagado y ronco como un grillo muerto al que el viento hace frotar las alas por accidente. Pareció decirle “déjame, ¿no ves que ya no tengo razón de existir?”. El marco oxidado, las cubiertas de goma cuarteadas, la cadena anquilosada. Parecía todo un símbolo de lo que era aquella casa, sus padres, su pasado.
Se acercó hasta el porche y se sentó en una silla al lado de su padre. Este pareció no percatarse de su presencia. Conocía aquel paisaje de memoria: las colinas peladas, los matorrales castigados por el viento, el camino de tierra gris. Desde allí no se veía el mar, apostado detrás de las lomas, pero siempre habían sentido su presencia como si fuera un ser querido, cercano, parte de la familia. Abai contemplaba ahora las colinas con tristeza, sabiendo que el mar ya no se encontraba al otro lado. Miró a su padre, sus ojos abiertos, parpadeos lentos y espaciados, su expresión imperturbable. Parecía también contemplar las colinas como si supiese que algo fatal había ocurrido más allá. Aferró su mano dura y huesuda, sitió su piel gruesa, fría, acarició la mancha amarilla de nicotina en su dedo índice de los miles de cigarrillos que había fumado. Se preguntaba si notaría el contacto de su mano. Frunció el ceño como si hubiese visto algo en el horizonte. Abai miró en la misma dirección pero no vio nada. Quizá fue algún pensamiento... “¿Qué es lo que pasa por tu mente, padre?... ¿Dónde estás?... ¿Cómo has llegado hasta allí?... Si pudieras volver, solo por un instante...”. Así dejó pasar el tiempo, sentado junto a su padre, mientras el sol caía, el viento agitaba la hierba y los gorriones volaban de vuelta al nido. Tenía la esperanza de que, de alguna manera, él advirtiera su presencia sintiéndose acompañado.
Editado: 27.12.2022