Amaneceres rojos, atardeceres violetas

11. El niño que cantaba porque le daban miedo las tormentas

11. El niño que cantaba porque le daban
miedo las tormentas

Paseaba solo junto al mar a altas horas. Toksan había partido aquella misma mañana, temprano, rumbo a la plataforma. Lo echaba de menos.

Un coche frenó bruscamente con un chirrido que rompió la quietud nocturna. Abai se giró: las luces rojas traseras de los frenos brillaban a lo lejos a cada lado del BMW de segunda mano de importación. Una mujer bajó del asiento del pasajero, se oyó un grito y seguidamente ella cerró la puerta del coche bruscamente. Luego el coche arrancó de nuevo haciendo patinar las ruedas para volver a perderse en la noche.

Contemplaba la escena asombrado, todo había ocurrido muy deprisa. La mujer quedó sola y echó a andar despacio, con evidente dificultad, hasta la baranda del paseo. Una vez allí, se paró y se mantuvo apoyada un buen rato. Abai, quieto, la miraba. Al cabo de unos minutos comenzó a andar de nuevo, con una mano apoyada en la baranda, en la dirección donde se encontraba Abai. Un caminar atolondrado, como si estuviera borracha.

No tardó en reconocer a Lena. Permaneció quieto sin saber qué hacer pero sin dejar de mirarla. Cuando ella se hubo acercado hasta unos pocos metros, se paró y le miró fijamente.

—¿Qué estás mirando?

—Perdona...tú eres Lena, ¿no?

No respondió. Los ojos rojos y el pelo desordenado. Parecía avergonzada de que la hubiesen reconocido. Daba la sensación de que si soltaba la mano con la que se aferraba a la baranda se caería.

—¿Me conoces?

—Soy amigo de Toksan. Nos presentaron el otro día.

—Toksan...

No pareció acordarse. Se le cerraron los párpados. Una convulsión le sacudió el cuerpo desde el estómago y se llevó la mano a la boca. Luego cruzó el paseo corriendo y rompió a vomitar sobre la hierba. Abai pensó que era un espectáculo penoso, pero que aún así seguía siendo atractiva. Se acercó a ella.

—Te acompañaré hasta tu casa.

No dijo nada. Sacó un pañuelo de papel de su bolso y se secó los ojos y la boca, luego se sonó la nariz y volvió a meter en pañuelo en su bolso. Se incorporó y miró a Abai.

—Te repito mi ofrecimiento.

—¿Qué ofrecimiento?

—Te acompañaré hasta tu casa.

—Creo que ya te recuerdo. ¿Cómo te llamabas?

—Abai.

—Abai... Me gusta tu nombre.

Hablaba con dificultad, acabando las frases en un tono casi inaudible.

—¿Te encuentras mejor?

—Sí, creo que sí... ¿Dónde está mi tabaco? —Rebuscaba en su bolso sin éxito—. Se lo habrá llevado ese cabrón... ¡A la mierda!

Se aferró al brazo de Abai sin que este se lo pidiera y empezaron a caminar. Desprendía una mezcla de olor a alcohol, vómitos, tabaco y perfume. Caminaban despacio.

—Abai... ¡Qué simpático!

Pensó que estaba borracha, y ya que se había tomado la libertad de asirse a su brazo, se sintió con ánimos de preguntarle.

—¿Era tu novio?

—Mi novio... ¿Quién?

—El del coche.

—Ese... cabrón. ¡Qué más quisiera!

Ella dio un traspié y se aferró más fuertemente al brazo de Abai. A él le entraron ganas de reír.

—Habéis discutido...

—Discutido... sí. Quería que se la chupara. Pero no estoy tan borracha... Oye, ¿a qué viene tanta pregunta?

—Solo es curiosidad. No te preguntaré más.

—¿De qué has dicho que te conocía?

—Tenemos un amigo en común, Toksan, ¿recuerdas? Trabaja en una plataforma.

—Ah, sí, Toksan, el larguirucho de ojos tristes. ¿De qué lo conoces?

—Venimos del mismo pueblo. Él se marchó antes que yo.

—¿Quieres ser mi novio?

—¿Tu novio yo? Bromeas.

Ella rompió a reír.

—Sabes... Todos buscáis lo mismo. ¿Qué es lo que quieres tú?

—Me conformo con acompañarte a tu casa.

—Ya... ¿Y luego también querrás que te la chupe?

Abai se paró. No sabía si tomarse en serio aquellas palabras o ignorarlas como fruto de su estado. Ella se giró y le miró a los ojos, los párpados le caían a media altura.

—Ey... muchachote... tranquilízate, estoy bromeando.

—Veo que te gusta bromear.

—¿Tienes novia?

—No.

—Claro. Si la tuvieras no estarías paseando a orillas del mar a estas horas de la noche.

—Puede.

—Seguro que hace mucho que no has estado con ninguna mujer.

—Yo no puedo preguntarte sobre tu vida, ¿pero tú a mí sí?

Ella sonrió con malicia. Abai pensó que, incluso borrachas, no podían dejar de ser curiosas.

—Mi trabajo no me deja mucho tiempo. Me paso el día navegando de aquí para allá.

—Ah...

Ella se soltó del brazo y él la cogió antes de que cayera al suelo. Sentía su frágil cuerpo entre sus brazos, una sensación de la que ya no se iba a olvidar. Ella volvió a sonreír con malicia.

—Eres fuerte... Me gustan tus ojos.

Abai se sobrepuso al deseo que le impulsaba a abrazarla más fuerte y besarla.

—Será mejor que sigamos andando.

Caminaron una buena distancia. Lena se dormía por momentos sobre el hombro de Abai. Él le preguntaba por el camino y ella señalaba perezosamente con el brazo la ruta a seguir. Para cuando llegaron a su portal, Lena se había despabilado, parecía haber recuperado la compostura después del paseo y el frescor de la noche.



#2181 en Joven Adulto
#6605 en Otros
#717 en Aventura

En el texto hay: viaje, voluntad, pescador

Editado: 27.12.2022

Añadir a la biblioteca


Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.