El coche la dejó al pie de la colina, donde el portón de hierro forjado se alzaba como la entrada a otro siglo. Más allá, ocultos entre cipreses centenarios e hiedras tenaces, los muros oscuros de la mansión Delacroix apenas se insinuaban bajo la luz tímida del amanecer. Camila Ortega se ajustó la mochila al hombro, respiró hondo y tocó el timbre.
No había imaginado que fuera así. No tan grande. No tan callada. No tan cargada de historia. El anuncio solo decía: “Se busca niñera a tiempo completo. Jornada diurna. Alojamiento opcional. Discreción indispensable.” Un empleo ideal para alguien como ella, sin familia, sin ataduras, y con una necesidad urgente de cambiar de vida.
Un clic sordo rompió el silencio. El portón se abrió con un chirrido contenido. Camila entró, sintiendo la humedad del jardín pegársele a la piel. El camino de piedra serpenteaba entre sombras verdes hasta una escalinata ancha, donde una figura aguardaba.
Él.
Lucien Delacroix descendió los peldaños con la gracia silenciosa de alguien que no pisa el suelo, sino que lo atraviesa. Alto, impecablemente vestido, con el rostro anguloso enmarcado por un cabello oscuro y frondoso, largo hasta el cuello de la camisa de lino. No sonrió. No lo necesitaba. Había una intensidad calma en su mirada azul que llenaba el aire de palabras no dichas.
—Señorita Ortega —dijo con una voz profunda y perfecta, como si cada sílaba hubiese sido ensayada en otro siglo—. Bienvenida.
Camila, por primera vez en mucho tiempo, no supo qué contestar. Sintió la garganta seca, como si hubiera olvidado hablar. Lucien le tendió la mano y ella tardó un instante en estrecharla, como si estuviera procesando sus pensamientos. La mano de él estaba ligeramente fría.
—Gracias, señor Delacroix. Es un lugar... impresionante.
—Lo es. Aunque uno acaba por no verlo —respondió, con esa especie de cortesía intemporal que hacía que cada frase sonara como un poema viejo—. Pase. Hay café, si lo desea. Y Mathias querrá conocerla. A su manera.
El interior era aún más sobrecogedor. Techos altos, vitrales que tamizaban la luz, alfombras orientales, y cuadros antiguos de paisajes desolados y rostros sin nombre. Todo olía a madera encerada, a libros y a noches largas. Y sin embargo, no había ni un gramo de polvo. Camila no pudo evitar preguntarse quién limpiaba aquello. Si había más personal o lo hacía todo el señor Delacroix.
Lucien la condujo por pasillos amplios y estancias silenciosas. La biblioteca, la sala de música, el invernadero cubierto de cristales ahumados. Al pasar por un espejo antiguo, ella lo vio de reojo y pensó que no parecía un empresario. Ni un padre. Parecía sacado de una novela gótica, de esos hombres rotos por el amor y la muerte. Había algo melancólico adherido a su figura como una segunda sombra.
—El ala este es privada —dijo, sin dureza pero con firmeza—. Lo que usted necesita está en el ala sur. Su habitación, la del niño, la cocina. Nadie la molestará. Y no se preocupe por la noche. Mi jornada empieza tarde. Siempre llego después del atardecer.
—¿Y cuándo duerme usted?
—Cuando puedo. Nunca antes de que Mathias se haya dormido, por supuesto.
No añadió más. Ella tampoco preguntó. Pero sintió que su respuesta había sido cuidadosamente construida para no ser mentira... y tampoco toda la verdad.
Mathias estaba en el salón del ala sur, jugando con bloques de madera bajo la supervisión de una niñera temporal, una mujer mayor de rostro amable que recogía sus cosas para marcharse. El niño, al ver a Lucien, se puso de pie, corrió hacia él y lo abrazó con fuerza, como si hubieran pasado meses y no horas desde la última vez.
Era pequeño y hermoso, de una belleza distinta, casi inquietante. Tenía el cabello claro, los ojos grandes de un azul líquido, idénticos a los de su padre. Pero había algo más. Una intensidad en su mirada y una gravedad impropia en un niño de dos años. No hablaba mucho, según explicó Lucien, pero comprendía más de lo que decía.
—Mathias —murmuró Lucien, agachándose a su nivel—, esta es Camila. Te va a cuidar cuando papá no esté ¿Quieres saludarla?
El niño la miró fijamente, sin moverse. Camila sostuvo su mirada. Sonrió con suavidad y se agachó.
—Hola, pequeño. ¿Te gusta construir cosas? —preguntó, señalando los bloques.
Mathias no respondió, pero tampoco se apartó. Dio un paso hacia ella, pequeño y cauteloso, y dejó caer uno de sus cubos en su mano. Un gesto simple, pero claro. Camila sintió un nudo en el pecho. Aquel niño no era como los demás. No solo por su silencio, sino por algo más profundo, más animal. Como si contuviera dentro un secreto dormido.
Lucien los observaba en silencio, con los brazos cruzados, sin intervenir. Cuando Mathias regresó a su rincón de juegos, él volvió a hablar.
—Tiene sus rutinas. No le gusta que lo fuercen. Le encantan las historias, especialmente las de héroes. No le dé dulces sin preguntar antes. Puede ser... sensible.
—¿Alérgico?
Lucien sonrió por primera vez. Fue un gesto apenas visible, pero real.
—No, nada de eso, pero a veces se le revuelve el estómago.
Camila asintió, sin entender del todo, pero sin alarmarse. No era la primera vez que cuidaba de un niño con particularidades. Y Lucien, aunque extraño, le inspiraba una confianza rara, casi irracional. Como si supiera que jamás permitiría que algo malo le ocurriera al niño. O a ella.
—¿Y yo? ¿Dónde dormiré?
Él le mostró una habitación luminosa con vista al jardín, decorada con sobriedad exquisita. Un escritorio de nogal, sábanas de lino y una biblioteca pequeña pero bien surtida. No parecía una habitación de servicio. Parecía la de una invitada.
—Puede instalarse cuando quiera. Esta casa guarda sus secretos, pero ninguno que le haga daño. Siempre que respete los espacios y los tiempos.
—¿Y si el niño necesita algo por la noche?
—Soy su padre, si el niño necesita algo cuando yo no pueda atenderle por motivos de fuerza mayor, es decir, de día, seré yo quien le atienda, no se preocupe.