UN LUGAR DONDE NO DUELE
Cami
El frío me cala los huesos, los recuerdos me invaden, el dolor me abraza. La oscuridad parece ser mi única compañía. La soledad. Eso es lo único que veo cada vez que abro los ojos. Soledad. Vacío. El suelo que se desmorona bajo mis pies.
Veo cada rincón oscuro de este ático viejo, de madera igual de desgastada y vieja, olor a humedad por todos lados.
Y por otro lado, yo; sin poder gritar. Sin poder siquiera moverme. Atada literal y emocionalmente. Semidesnuda y muriendo de frío.
Cada vez que recuerdo mi infancia veo oscuridad y dolor: a mi mamá. Cuando cerró los ojos y jamás volvieron a brillar, se apagaron los suyos y los míos igual de fríos y sin brillo alguno. La única capacidad que me quedó fue el arte del dibujo y la escritura. En mi libreta escribo todo lo que mi garganta calla.
Cuando mi papá me adoptó y notó que no podía hablar decidió llevarme al médico, este dijo que mi garganta estaba en perfectas condiciones, que el hablar era una decisión mía y de nadie más. Pero, por alguna razón las palabras se atoran como una piedra en mi garganta y no hay modo de sacarlas. Entonces, callé para siempre hace diez años, cuando pasó algo que cambió por completo mi destino.
La puerta se abre y yo alcé la mirada.
—Tenés que darte una ducha e ir a la escuela. ¿O no pensás hacerlo?—Carina, mi madrastra, o tía adoptiva, como quieran llamarla, me desató las manos y los pies y me agarró de la muñeca—. Vamos, apurate así no llegás tarde.
Yo parecía un zombie.
No respondí—como era mi costumbre—, tampoco me movía voluntariamente, simplemente dejé que ella me llevara, como si tuviera los ojos cerrados y no viera nada, la única diferencia en eso es que los ojos los tenía abiertos. Pero aún así, no veía nada.
Me dejó en mi cuarto y cerró la puerta, lo que hice a continuación fue darme una ducha.
El dolor que sentía en el cuerpo se intensificó cuando sentí el agua caliente cubrirme por completo.
Me dejé estar un rato, cuando terminé de enjabonarme y lavarme la cabeza, me senté bajo la regadera y me abracé a mis piernas dejando que el agua me dé un poco de calor.
Dicen que el agua caliente descontractura el cuerpo y saca los dolores, espero que sea verdad.
Terminé de ponerme el uniforme y me conecté los auriculares al teléfono y salí de la casa sin escuchar nada más que «Traitor» de Olivia Rodrigo.
Cómo era temprano pero prefería estar en cualquier lugar antes que en esa casa, fui a una cafetería a desayunar mientras leía un libro que tenía en la mochila.
Twisted Love, ese era su nombre, de Ana Huang. Mientras esperaba el café, lo abrí donde lo había dejado, que ya era la mitad del libro. Pero... sinceramente, mi mente estaba dispersa, hago de todo para no pensar en las cosas que no me convienen, como la manera en la que vivo día a día.
Papá no está, vive viajando, llega a casa una vez por semana, y en ocasiones no termina de llegar que ya tiene que irse de nuevo, vivo todo el tiempo bajo la cruel educación de Carina, su esposa.
Me duelen las muñecas. Con la mano izquierda envuelvo la muñeca derecha y la acaricio para ver si el dolor cesa.
Miré el libro y mi vista era borrosa. Las lágrimas caían y yo las limpiaba disimuladamente, con delicadeza.
Ya no sé cuánto más voy a vivir así, o si quiera si voy a tener las fuerzas suficientes para seguir viviendo. No soy tan fuerte, quizás lo aparento, o quizás ya estoy cansada de fingir que lo soy, a veces me dan ganas de derrumbarme y que alguien me consuele y que me escuche, aunque no diga nada.
Sí, estaba Carla, pero con ella no podía contar, no por ella, sino por mí, no sería capaz de meterla en algo que no le corresponde, ella es loca cuando se trata de defenderme a mí o a las personas a las que ama, y temo por ella.
Volví a limpiar mis lágrimas que sin darme cuenta seguían cayendo y me puse los auriculares dejando a mi playlist en modo aleatorio.
Agarré la mochila y salí de la cafetería mientras sonaba la canción «Te vi venir» de Sin Bandera. Una canción romántica y melancólica que me ayudaba a sentir aunque sea un poco de paz.
Que rápido se me ha clavado
que dentro todo este dolor...
Me paré en el cordón de la calle mientras guardaba el teléfono en mi bolsillo para no tenerlo en la mano, y ya estaba lista para cruzar.
Entonces, sentí el tirón repentino en mi brazo y, antes de entender qué pasaba, estaba envuelta en un cuerpo ajeno. Firme. Cálido.
Mis manos se quedaron ahí, apoyadas en su pecho como si de pronto hubieran olvidado cómo soltarse.
La misma canción seguía sonando en mis oídos, pero era como si el mundo hubiese bajado el volumen, dejándola de fondo, como en las películas. Como si todo se hubiera detenido… solo para que pudiera mirarlo.
Y lo hice.
Su cara estaba tan cerca que podía contar las pestañas que enmarcaban sus ojos. Oscuros, intensos… pero no fríos. No como la noche, sino como el atardecer: ese instante en que la luz se niega a irse del todo, en que el día y la noche se rozan.
Había algo en su mirada que me hizo contener el aliento.
No sé si me miraba a mí… o a todo lo que yo deseaba ser.
Su boca se movió, pero tardé en entenderlo.
Tuve que sacarme los auriculares con las manos temblorosas, todavía tocándolo, todavía anclada a ese instante como si fuera lo único real.
—¿Estás bien?—Preguntó él, con el ceño fruncido por la preocupación, y una voz suave que me atravesó sin pedir permiso.
Asentí. Fue todo lo que pude hacer.
Él bajó la mirada apenas un segundo. Recién entonces pareció notar el libro en el suelo, abierto, olvidado sobre el asfalto.
Como si solo en ese momento se hubiera dado cuenta que lo había soltado. Como si al elegir entre ese objeto y alcanzarme a mí… la decisión no hubiera costado nada.
#4930 en Novela romántica
#380 en Joven Adulto
dolor y tragedia, amor amistad drama y familia, musica romance juvenil primer amor
Editado: 22.06.2025