DONDE LAS PALABRAS NO LLEGAN
Leo
Me desperté sobresaltado, con el corazón en la garganta y la alarma sonando como si fuera el apocalipsis. Salté de la cama, me puse las zapatillas al revés—literalmente, una en cada pie equivocado— y salí disparado hacia la puerta.
—¡Leonardo Duarte, no quiero ver que corras por mi casa!—Bramó la voz de mi abuela desde la cocina, mientras blandía en el aire su arma mortal: el palo de amasar.
No me dio tiempo a reaccionar. Cuando me quise dar cuenta, ya venía detrás mío, en modo gladiadora.
—¡Tranquila, abuela, que llego tarde!—Grité, esquivándola como podía. Si antes tenía que correr para no llegar tarde al trabajo, ahora tenía que correr para no terminar aplastado por ella.
—¡Acabo de limpiar todos los pisos y tenés las zapatillas sucias!—Vociferó mientras me lanzaba golpes que esquivaba haciendo piruetas dignas de un concurso de talentos.
Vi a Miguel cruzado de brazos en el pasillo, mirando el espectáculo como si fuera cine gratis.
—¡Miguel!—Corrí hacia él y me refugié detrás de su espalda—. ¡Defendeme, hermano!
Miguel apenas se encogió de hombros.
—Leo, te aprecio y todo eso, pero...—Señaló a la abuela, que avanzaba como un tanque de guerra—. Ella es la que me da de comer.
—¡¿Y te importa más la comida que tu mejor amigo?!—Exclamé, dando vueltas alrededor de él mientras la abuela nos rodeaba como un tiburón hambriento.
—¿Comida o lealtad?—Reflexionó en voz alta, llevándose la mano al mentón—. Comida. Siempre comida.
Al final, la abuela se cansó de correr detrás mío, soltó un bufido digno de un dragón, y volvió a la cocina murmurando algo sobre "nietos inútiles" y "piso sucio otra vez".
Yo me quedé apoyado contra la pared, jadeando.
—¿Viste?—Le dije a Miguel—. Vos no serás leal, pero seguro vas a estar bien alimentado cuando yo muera en esta casa.
Miguel me palmeó el hombro.
—Y voy a pensar en vos cada vez que me sirva un plato.—Me quejé mientras lo miraba con cara asesina y salí de la casa, después de acomodarme las zapatillas.
Una vez en la cafetería, me puse el uniforme de trabajo y fui directo a la cocina.
—Encima que trabajás una hora, llegás diez minutos tarde.—Me reprocha Pedro sin siquiera mirarme.
—Hoy casi muero, así que no quiero escuchar tus quejas.—Respondí, cada vez que lo pienso me quedo sin aire. Él se rió y me dio una palmada en el hombro.
—¿Tu abuela otra vez?—Pregunta divertido.
Lo fulminé con la mirada y empecé a lavar los platos mientras él se iba al mostrador.
Habrán pasado cinco minutos, no más que eso, cuando lo escucho otra vez:
—Ps, Leo.—Me llama desde la puerta. Alcé la mirada—. ¿Me ayudás con unos pedidos?
Asentí y dejé lo que estaba haciendo. Puse los granos de café en la cafetera, y ella empezó a hacer lo suyo.
—¿Viste a esa chica?—Me señala con la cabeza a una clienta sentada, leyendo un libro.
—Sí, ¿qué tiene?—Pregunté, mirándola de reojo. Ella estaba de perfil.
—Es rara. Siempre viene sola, se pide un café, lee... y después llora. Trata de disimularlo, pero yo lo noto. Llora todos los días.
Me quedé mirándola con más atención. ¿Será que la pasa mal en su casa? Había algo en ella que me generaba una mezcla de inquietud y ternura. Quise acercarme, preguntarle si estaba bien, si necesitaba algo... o simplemente hablarle. Pero antes de que pudiera hacer algo, ya se estaba levantando para irse.
—¿Qué?—Dijo Pedro con una sonrisa ladeada—. ¿Ya te gustó o simplemente te dio lástima?
Le di un golpe suave en el hombro para no hacer ruido con los clientes alrededor, y él se quejó por lo bajo.
—No se le tiene lástima a nadie.—Le respondí con firmeza—. Y tampoco me gusta. Solo quería saber si necesitaba ayuda. No es lástima, ni amor. Se llama ser humano. ¿Conocés lo que es eso?
Pedro me miró con cara de pocos amigos y señaló la mesa donde había estado sentada la chica.
—Mirá, se olvidó el libro.
Fui hasta ahí y lo tomé entre mis manos.
Twisted Love, de Ana Huang.
Fruncí los labios al leer el título. Pedro se me acercó.
—Deberías llevárselo.
—¿Y por qué no vas vos?
—Porque vos sos más rápido—Me picó. Suspiré y salí corriendo a buscarla.
Me quejaba, sí, pero no por tener que hacerlo. Era porque ya había corrido demasiado esa mañana.
Por suerte, todavía caminaba por la misma cuadra. Corrí antes de que cruzara la calle.
—¡Ey! ¡Te olvidaste el libro!—Grité. Nada. No me escuchó. Cómo me gustaría saber su nombre. La llamé un par de veces más, pero justo cuando iba a cruzar la calle, un auto empezó a tocarle bocina. Tampoco lo escuchó.
Corrí con más fuerza y logré sujetarla justo antes de que el auto pasara frente a ella.
—Deberías tener más cuidado al andar por la calle —Le dije, con el corazón acelerado. Ella no respondió. Se limitó a asentir y me sonrió en agradecimiento.
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Editado: 22.06.2025