Amo y mil Canciones

3

UN POEMA TRISTE Y UNA CANCIÓN DE FUEGO

Carla

—Deberías comer. Tenés que recuperar fuerzas.—Le dije a mi amiga con suavidad, sentándome a su lado.

Ella me miró y me regaló una sonrisa tenue, de esas que parecen más un suspiro que una verdadera expresión. Asintió despacio, y noté cómo, de a poco, el tono canela de su piel empezaba a volver. Había perdido mucha sangre y todavía se la veía muy pálida, como si el cuerpo recién ahora empezara a reaccionar.

Con movimientos tranquilos, empezó a hacer señas con las manos.

"Sí, lo estoy haciendo. Gracias por estar conmigo. Y perdón, no quise ser egoísta."

Mientras se expresaba, sus gestos temblaban apenas. La culpa se le notaba en los ojos, pero también el alivio de verse acompañada. Bajó la mirada al final, como si sintiera vergüenza de sentirse así.

La conozco desde hace diez años, desde que entró a la primaria. Me acuerdo perfecto de ese día: entró en silencio, con los ojos tristes y la espalda encorvada como si llevara una carga demasiado pesada para su edad. No hablaba, no buscaba compañía. Y sin embargo, hubo algo en ella que me hizo acercarme. Nunca me importó que no hablara, ni que prefiriera estar sola. Me propuse ser su amiga y no paré hasta lograrlo.

Con el tiempo, entre señas, cuadernos y miradas, me fue contando por qué había empezado la escuela dos meses después y por qué su papá… no era realmente su papá.

—Perdoname vos a mí.—Le dije, bajando la cabeza, con un nudo en la garganta—. Soy tan impulsiva… Quiero protegerte, pero al final termino haciendo todo mal.

La abracé con fuerza, como si pudiera protegerla de todo el peligro que la acechara. Ella se acurrucó contra mí y me respondió el abrazo con una ternura que me partió el corazón.

Cuando nos separamos, tenía los ojos húmedos, pero una sonrisa tranquila en la cara. Esa sonrisa que, aunque frágil, decía más que mil palabras.

Ella es mi mejor amiga desde los siete. La única que tuve, y la única que quiero tener. No necesito a nadie más. Solo quiero que esté bien. Pero a veces soy un desastre. Me gana la ansiedad, no sé callarme y termino diciendo cosas que duelen. No sé cuidar sin romper.

Estuve todo el día con ella. Falté al colegio, pero no me importó. Tenía ese miedo absurdo de que si me iba, algo malo podía pasar. No quiero pensar así… pero es lo que siento.

"Está bien. Deberías irte a ver a tus padres. Yo tengo a papá que me cuida."

Sus gestos fueron claros, pero su rostro se notaba cansado. Aun así, me dedicó una sonrisa serena, de esas que intentan tranquilizarte aunque por dentro te estés cayendo a pedazos.

—¿Estás segura?—Pregunté, buscándole los ojos.

Asintió despacito, y volvió a sonreír. Suspiré, sabiendo que tenía razón, aunque me doliera dejarla sola. Me incliné para abrazarla una vez más.

—En una hora te traigo algo rico. La comida de hospital es un espanto.—Le dije con una mueca.

Ella rió en silencio, y por un segundo vi cómo le brillaban los ojos. A veces, en esas risas mudas, se le escapa un hilito de voz. Es tan suave, tan frágil, que parece que el aire se lo lleva antes de que llegue a hacerse sonido.

Es triste… pero también es un intento. Y eso vale mucho.

Sé que lo que vivió de chica fue demasiado, tanto como para quitarle la voz. Tal vez, si algún día se lo propone, pueda volver a hablar. Pero ya pasaron diez años…

A veces me gustaría escucharla. Saber cómo suena su voz. Desde que la conozco, nunca la escuché. Pero enseguida me siento egoísta por desear algo que a ella todavía le duele tanto.

Llegué a casa y todo estaba en silencio—un milagro—. Dejé mis cosas en el sillón y fui directo a la cocina. Ahí, en cambio, reinaba el caos: mamá, otra vez borracha. Papá no daba señales de estar en casa, así que me tocaba lidiar con ella, como siempre, yo sola.

—Mamá, arriba. Vamos.—Le dije, agachándome para ayudarla a levantarse del suelo.

Ella apenas balbuceaba, con la mirada perdida y los labios hinchados de alcohol y tristeza.

—Tal vez…—Susurró, arrastrando las palabras con esa voz pastosa que ya conocía de memoria—. Si me hubiera casado con mi primer amor… con el amor de mi vida… no habría sido tan infeliz durante veinte años.

La solté y suspiré. Lo de siempre.

Ella empezó a reír, una risa cargada de melancolía, de esas que no hacen gracia.

—Basta, mamá.—Le pedí, tratando de no perder la paciencia, aunque por dentro hervía.

—Él era… el tipo de hombre por el que cualquiera habría matado por estar a su lado. Yo lo amaba más que a nadie…—Dijo, mientras tambaleaba un poco y se dejaba caer contra la heladera.

Suspiré con fastidio y apoyé la espalda en la mesada. Su voz se volvió más suave, más lejana.

—Era músico… tocaba la guitarra.—Siguió, y en sus ojos, por un segundo, apareció la chispa de su juventud.

—Solía tocarme canciones, dedicarme cada letra… y cuando cantaba…

Cerró los ojos, como si lo estuviera escuchando otra vez.

—Cuando él me cantaba, el mundo desaparecía. Solo estábamos nosotros dos. En ese momento sentí… sentí que nadie jamás, aunque lo intentara, iba a hacerme sentir como él. Fue el único que me hizo perder la cabeza por amor.




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