UNA NOCHE, UN MIEDO, UN BESO
Cami
Nos detuvimos frente a la entrada, y por un momento, todo pareció quedarse en silencio. Miguel caminaba unos pasos delante de mí, pero se giró para esperarme con una sonrisa tranquila, como si supiera que yo necesitaba tiempo para observar el lugar en donde me encontraba.
El sendero que nos trajo hasta su casa estaba hecho de piedras irregulares. Cada paso crujía suavemente bajo nuestros pies, y el aire olía a madera y tierra húmeda.
La puerta de la casa no era grande, pero tenía una presencia cálida. Estaba hecha de madera oscura, con vetas visibles como líneas en una mano abierta. El marco estaba un poco torcido, como si el tiempo la hubiera abrazado con fuerza, y aún así, seguía firme. Sobre ella colgaba una lámpara de metal no muy grande que probablemente solamente se prendía por las noches.
Había que pasar por un pequeño arco de madera cubierto por enredaderas para llegar hasta ella, un umbral natural que parecía marcar la diferencia entre el mundo de afuera y algo más íntimo, más verdadero. Detrás del arco, la puerta esperaba. Cerrada. Silenciosa. Como si estuviera guardando algo importante.
Miguel no dijo nada. Solo se quedó ahí, mirándome, dándome el espacio para mirar. Para sentir. Y yo, con el corazón más acelerado de lo que quería admitir, supe que lo que había del otro lado no era solo una casa.
Sino que iba a tener que convivir con el chico que hacía latir a mi corazón de una manera que jamás había experimentado, de una manera descomunal.
Solté mi pelo para que no se vea lo que tanto estaba ocultando hace dos semanas y ya estaba lista.
Miguel extiende su mano y yo la tomo.
—Te aseguro que vas a estar mejor.—Asentí porque decidí confiar en él. Era la primera vez que confiaba en alguien más que en Carla. Y se sentía bien tener a alguien más en quien confiar.
Cuando él iba a abrir la puerta, alguien más lo hizo desde adentro, apenas estuvo completamente abierta, Leo y Carla salían de la casa riendo.
Los cuatro estuvimos debajo del arco de madera y nosotros los miramos. Yo apreté la mano de Miguel inconscientemente. Él pareció notar lo incómoda que era la situación para mí.
Y pensar que lo primero que dije después de tanto silencio… fue su nombre.
—¿Dónde estabas? Casi tres horas sin saber lo que te había pasado, porque solamente pudiste decirme un: "estoy bien, no te preocupes".—Fue Leo quien rompió el momento. Su voz era un eco de preocupación mal disimulada.
Carla pone su mano en el hombro del chico que estaba alterado.
—Tuve una situación que atender. Pero ya todo está bien.
—¿Por qué estás todo lastimado?—Insistió Leo. Me mordí el labio.
—Tuve un accidente.—Respondió Miguel, como si fuera algo trivial, y eso pareció irritar aún más a los chicos.
—¿Y a eso le llamás "estar bien"?
—¿Y vos qué hacés acá?—Llama la atención de mi amiga, ignorando por completo la pregunta de Leo.
—Vino a enseñarme matemáticas.
—Pero para eso me tenés a mí.
—Sí, pero vos no estabas y mañana tenemos la evaluación.
Y entonces, por fin, sus ojos se posaron en mí. Vieron nuestras manos entrelazadas, y la solté como si me hubiera quemado. El rubor se me subió a la cara.
—¿Qué hacés así, amiga? ¿Por qué estás tan mojada?
—Hubo… una situación.—Intervino Miguel—. Quien me atropelló resultó ser su primo.
—¿Laureano?—Carla quedó perpleja. Asentimos.
—Y para no tener problemas con la policía me llevó a su casa. Que resultó ser la casa de Cami.—Explica y ellos lo escuchan atentos—. Cuando desperté empecé a escuchar gritos y desorden...—Apreté su brazo, y él entendió con exactitud lo que quería decir—. Estaba peleando con Emma. Resulta que ella le rompió el collar de su madre, pero antes de eso, por la pelea Cami cayó a la pileta, su primo la sacó y yo la defendí.—Miguel explicó lo esencial. No la verdad completa, pero suficiente para que ellos entiendan y para que sus palabras tengan sentido. Y yo le agradecí en silencio, porque eligió protegerme.
—Ahora vengo.—Dice Carla, enojada y yo puse ambas manos frente a ella indicándole que se quedara quieta. Negué.
Suspira con frustración.
—Respetá su decisión de no hacer nada.—Le ordena Miguel.
—Cierto. Prometí no meterme.—Intenta relajarse, respira, pero sé que por dentro hervía de bronca—. Pero hay que ponerle los puntos. Ni su madre ni nadie lo hace. Entonces lo voy a hacer yo.
—¿Cómo te dicen a vos? ¿La justiciera? Te recomiendo que te quedes en el molde.—Bromeó Miguel con ese sarcasmo tan suyo, pero también había un poco de autoridad en ese tono.
—No sé quién es más insoportable, esa perra o vos.—Miguel no dijo nada, simplemente la miró.
—Entremos que hace frío.—Interviene Leo.
—Tenemos que ir por su ropa.—Nos recuerda mi amiga—. Mañana yo voy por ella.—Miguel y yo intercambiamos miradas.
—No, vos vas a hacer desastre.—Le dice él. Ella lo mira con odio y él sonríe con sarcasmo.
—Bueno, yo la puedo acompañar para que no pase nada.—Agaché la mirada ante lo dicho por Leo y Miguel volvió a negar.
—No. Yo la acompaño, vos quedate a cuidarla a ella.—Él me mira y asiente.
—Sí, también puedo hacer eso.—Pero no es lo que él quiere.
No quiero molestarlo.
Entramos en la casa y la abuela de los chicos al verme se emocionó por alguna extraña razón, decía que nunca habían traído a dos chicas tan bonitas y mucho menos dos a la vez.
Después me ofreció una ducha caliente, ropa—de Leo… lo cual me moría de la vergüenza— y una cena riquísima.
Leo había acompañado a Carla y cuando volvió se ofreció a darme su cama, como si fuera lo más normal del mundo.
Negué.
—Tranquila, duermo con Miguel, ya lo hemos hecho otras veces. Mi cama es cómoda, vas a estar bien.—Dijo sonriendo.
No lo hagas. No seas tan dulce. Tanta amabilidad puede doler.
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Editado: 22.06.2025