Amo y mil Canciones

10

ESTAMOS TODOS LOCOS

Leo

Últimamente había pasado mucho tiempo con Carla, y lo más extraño era que no forzábamos nuestros encuentros. Simplemente sucedían. Miguel y Cami nos dejaban solos con una naturalidad sospechosa. Como si supieran algo que nosotros todavía no sabíamos.

Miguel… él estaba cada vez más encerrado en sí mismo, y sus silencios me taladraban la cabeza. Sé que esconde algo. Sabe más de lo que dice, pero no quiero pelear otra vez, así que elijo hacerme el ignorante. Por ahora.

Como no teníamos nada importante que hacer después de la escuela, pasábamos las tardes tomando café en alguna cafetería, o comprábamos malteadas y nos íbamos a sentar bajo algún árbol a compartirlas. Aunque eso último solo lo hicimos una vez: el frío era inhumano y terminamos escapando con las manos congeladas y la risa temblando en los labios.

Una semana completa así. Solo nosotros dos, como si el mundo se hubiera encogido. Miguel y Cami nos habían abandonado a nuestras propia suerte. Carla estaba molesta con Miguel, y yo también. No lo decía en voz alta, pero lo veía en su ceño fruncido, en la forma en que apretaba los labios cada vez que su nombre salía en una conversación.

Los dos sabíamos que había algo que Miguel no quería decirnos. Un tema tabú. Ya intenté presionarlo una vez para que hablara… fue la noche en que me dio uno de mis ataques de sonambulismo. Desde entonces, sigo enojado. Él siempre espera que yo me disculpe primero, que sea yo quien agache la cabeza. Pero esta vez no. Esta vez no voy a ceder, porque sé que él es el que me debe una explicación. Algo está pasando a mi alrededor, algo importante, y no soy capaz de verlo.

—No pierdas el tiempo.—Me dice Carla, palmeándome la espalda—. Por eso yo no lo pierdo con Cami. Porque sé que no me va a decir nada. Entonces vos tampoco deberías perderlo con Miguel.

Tiene razón. Lo sé. Pero no saber me frustra, me corroe por dentro como una gotera en el techo que no me deja dormir.

De pronto, una idea absurda se deslizó en mi mente. Primero fue apenas un susurro, una chispa, pero mientras más la pensaba… menos ridícula me parecía.

—¿Vos pensás que…?—La miré directo a los ojos, dejando claro que lo que estaba por decir no era un chiste. Carla entornó los suyos, esperando que terminara—. ¿Y si ellos no tienen una relación únicamente de amigos?

Fue tan repentino que hasta yo me sorprendí. Carla tardó unos segundos en reaccionar. Después, apartó la mirada.

—¡No!—Exclamó con una expresión exagerada—. Digo… no subestimes a mi amiga.—Agregó, intentando parecer segura, pero su voz sonó demasiado ligera. Nerviosa. Fingida—. Ella tiene mejores gustos.—Dijo, alzando un dedo en el aire como si eso bastara para cerrar el tema.

—Miguel no está tan mal.—Lo defendí, queriendo ser un buen amigo—. Y Cami… Cami es hermosa. Podría ser. No descartaría esa posibilidad.

Carla ladeó la cabeza hacia ambos lados, indecisa, y después suspiró, frustrada.

Durante estos días me había estado enseñando más lenguaje de señas. Aunque a este ritmo, todavía firmo como un nene de tres años. Ella tiene paciencia, aunque a veces se ríe de mí. Es una risa sincera, suave. Una que me gusta escuchar.

—¡Pero sería una locura!—Insistió, casi como si intentara convencerse a sí misma.

—El amor es una locura.—Respondí con un suspiro.

La noche empezaba a caer. La luz se deshacía lentamente en el cielo como si el día también se rindiera. Decidimos que era hora de volver. Al pasar por el arco de madera de la casa, nos frenamos. Nos dimos media vuelta y quedamos frente a frente.

Fruncí los labios con una sonrisa, y ella hizo lo mismo. Un gesto de complicidad silenciosa que ya se había vuelto nuestro.

—Me alegra que vivas con nosotros. Todos juntos… me hace sentir que somos una familia.—Dije.

Ella sonrió y bajó la mirada.

—También lo pienso. Ustedes se convirtieron en nuestra familia. Fue repentino… pero real.

La miré con atención. Era hermosa. Única. Estos días me mostraron algo que antes no había notado: está rota. Pero no en el sentido de que le falta algo, sino como esas piezas de cerámica japonesa que reconstruyen con oro. Herida, sí… pero con una fuerza que deslumbra.

Y aun así, su sonrisa… su sonrisa es radiante.

Una sonrisa que es promesa y resistencia.

En ese momento, la vi. De verdad la vi, más que antes. Y sentí que estaba a punto de tomar una decisión importante.

Di un paso hacia ella. Mi mano fue hacia su nuca, con una suavidad casi temblorosa. No le di tiempo a reaccionar. La atraje hacia mí y la besé.

Por un segundo, todo pareció detenerse. Su cuerpo se tensó y su expresión se congeló.

Y entonces, lo supe.

No sentí nada.

Como si hubiese esperado un fuego artificial y solo hubiese un fósforo mojado.

Nada.

Ni una chispa.

Solo un silencio incómodo donde debió haber latidos acelerados.

Me alejé despacio. Carla me miraba confundida. Yo también lo estaba. Tal vez más que ella.

Y ahí, en medio de ese silencio, entendí que el corazón no siempre sigue la lógica.

Y que a veces, cuando creemos estar avanzando hacia alguien, en realidad estamos dando vueltas en círculo… buscando a otra persona.

Carla

Me había besado. No fue mi imaginación. Fue real.

Su mano, su boca. El momento exacto, detenido en el aire.

¿Cómo le digo que no estamos en la misma sinfonía? Que nuestros acordes no coinciden. Que su melodía no me atraviesa. No quiero romperle el corazón. Tampoco quiero que esto arruine lo que tenemos.

¿Por qué tuvo que besarme?

Pero mientras yo seguía debatiendo conmigo misma, él decidió hablar primero.

—Perdón, Carla…—Rascó su nuca, con esa incomodidad tierna tan suya—. No quiero que te lo tomes a mal, pero… no sentí nada.

Su sinceridad me descolocó, y al mismo tiempo me alivió. Al parecer, los dos estábamos bailando el mismo compás… pero en pistas distintas.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.