Amor de Invierno

Capítulo 1

𝐒𝐚𝐦


Invierno

Mi temporada favorita del año.

El clima húmedo se hace presente, los abrigos salen a relucir, el frío toma el protagonismo y con ello la temporada de competencias empieza. Miles de preciosas pistas temporales de patinaje se crean alrededor de Londres, captando la atención de los más pequeños y la mía, por supuesto, que, aunque pase más de tres horas al día sobre una pista de patinaje, siempre que inicia el invierno y con él sus frías actividades, no termino de asombrarme siempre que las construyen, llenas de luces de todos los colores y árboles navideños decorados con bonitos arreglos. Es como si quisiera patinar en todas a la vez.

A mis cuatro años comencé mi vida como patinadora artística de manera profesional, un poco temprano para una pequeña niña, pero no me arrepiento, sin duda es de las mejores cosas que me ha pasado en la vida.

El patinaje son esos momentos donde el tiempo fluye, sin interrupción alguna. Es un torbellino de sensaciones de placer incalculable que hace que la vida cobre un poco más de sentido. Es como una dosis de calmante emocional y un fragmento de bienestar físico. Es eso en lo que se desarrolla mi personalidad, en quien soy ahora y en quién quiero ser en un futuro.

Es mi manera de mejorar mis habilidades personales y de encontrar una manera de estar conectada al presente, aislando preocupaciones o problemas; mejorando capacidades como autoeficacia, autoestima, paciencia, persistencia y sentido de superación.

El patinaje es eso en lo que puedo experimentar libertad y empoderamiento. El desplazarme alrededor de la pista genera una descarga de emociones inexplicables y cuando compartes esa experiencia con otras personas, esas emociones incrementan. El hecho de que las graderías estén repletas de personas enfocando su atención en ti hace que, en ese momento, nada más importe y que cada salto y cada giro, sea una demostración de ese arte. Sin duda la satisfacción que queda después de una presentación debería ser una experiencia que todos estemos habilitados a sentir.

Doy vueltas por mi habitación preparando mi bolso para el entrenamiento. Normalmente entreno cuatro días a la semana, tres horas por día y aun así a mi entrenadora no le parece suficiente, pero claro, no es ella quien tiene que dividir sus estudios, con entrenamientos y dejando un poco de espacio para su vida personal.

Tomo uno de los muchos trajes para entrenar que tengo en mi armario, lanzándolo a la cama. Cierro la puerta y en el espejo de este se refleja la repisa que tengo encima de mi cama, con varios trofeos y medallas colgando de la pared.

Tantos días y meses de sacrificio físico y mental para tener accesorios de color dorado o plateado luciendo en la pared..., y no lo digo como si no estuviera orgullosa de ello, porque claro que lo estoy, sé mi potencial y capacidades, esos trofeos pueden dar valor sobre eso, pero, la satisfacción dura poco, como si nunca dieras lo suficiente de ti, creando no solo rivalidad con otros competidores, sino contigo misma, haciendo que a veces, esos momentos de placidez, se vuelvan autocríticos y juiciosos.

Hay ocasiones donde lo que más anhelamos en la vida, se vuelve nuestro mayor enemigo, ya sea por un autosabotaje nuestro o influencia de factores externos, como lo fue mi entrenador de pequeña.

Cuando comencé a entrenar y aprender las bases del patinaje, llegó una temporada donde otras chicas cerca de mi edad estaban teniendo mucho éxito de manera nacional e incluso hubieron varias de ellas que participaron fuera de Inglaterra, lo cual es un logro increíble llegar a tal nivel destacando en el deporte, así que mi entrenador quiso posicionarme a ese nivel, obsesionándose incluso a un nivel mayor que yo con la idea de obtener un puesto en las grandes ligas femeninas, pero las demás chicas llevaban mucho más tiempo y desarrollo que yo en la pista, lo que hizo que me provocara una lesión y ese brillo con el que miraba el arte de patinar, se apagara, renunciando a todo por un largo año, dejando los patines en una caja al fondo del armario llenándose de polvo y telarañas..., hasta que un año después llegó Cris y me salvó la vida.

Cristina siempre trató de ser comprensiva y atenta conmigo, pues sabía la relación familiar que mantenía, así que hizo lo mejor que pudo volviéndome a posicionar en la pista y lo sigue haciendo al día de hoy, pero de una manera menos gentil, con la excusa de que mis veintiún años ya es suficiente edad para dejar los lindos tratos de un lado, muy recriminatorio de su parte.

Termino mi maquillaje en medio de los maullidos que provienen de mi cama. Mi gata Molly no ha parado de pedir atención en todo el rato. Cuando papá no está en casa, que es casi la mayoría del tiempo, es a mí a quien busca, pero si estamos ambos, ni siquiera me vuelve a ver.

Es una desconsiderada, dado que la primera vez que la vi, casi di mi vida por ella, literalmente, en medio de una tormenta que golpeó Londres de manera inesperada. Salía de entrenamiento camino a casa, a altas horas de la noche, con la única compañía de mi mejor amiga, Riley, que pasó a la academia para verme entrenar porque no quería estar en casa con los "gorilas" que tiene como hermanos mayores, según ella.

En medio del camino había un callejón cuya reputación no es muy buena, dado a que por las noches varias personas acostumbran a esconderse por ahí para tomar las pertenencias de las personas, sobre todo las de los más chiquillos, justo como mi amiga y yo, que estábamos cursando el último año de secundaria. Ese día caía la de Dios, como si el cielo se hubiera convertido en un inmenso océano y toda el agua se estuviera filtrando, pero ni el ruido de las fuertes gotas de lluvia y los escalofriantes relámpagos, evitaron que escuchara unos pequeños maullidos en uno de los contenedores de basura.

Me detuve de manera abrupta, tirando de la chaqueta de Riley para que se detuviera y escuchara lo mismo que yo.




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