Amor de Lobos

Capítulo uno. El anuncio

Monterbik es un pequeño Estado ubicado en inicios de un bosque conífero, hecho que lo hacía mantenerse rodeado por vegetación, lluvias y bajas temperaturas. La población no era tan extensa, de hecho no superaba los 500 habitantes y la mayoría de los adultos se conocían entre sí. Es decir, era tan pequeño que me resultaba más como un pueblo que un Estado individual, pero la sociedad lo había catalogado como tal, haciéndolo un sitio minúsculo e independiente; exiliado en su mayor parte del resto de la sociedad y el país.

Mi casa era una de las más alejadas de todas, junto a la mansión que estaba justo enfrente, que llevaba deshabitada desde que tenía memoria.

Monterbik era una población tranquila, sobre todo disciplinada, tanto que no había estación de policía ni semáforos. Vivir entre nuestros habitantes era casi mágico, aunque solo fuésemos unos simples mortales.

Era el paraíso. Excepto para mí.

El instituto era un infierno, siempre era el blanco para cualquier tipo de bromas, inclusive para los de primer año. Y no tenían un motivo siquiera. Las vacaciones habían finalizado más pronto de lo que hubiese deseado, tenía que volver a ese sitio desagradable en donde pasaba la mayor parte de los días, de nueve de la mañana a cuatro de la tarde.

El primer día de mi último año de preparatoria me desperté a causa de los rayos del sol que se colaban por el vidrio de la enorme ventana que estaba a un costado de mi habitación. Arrugué la nariz cuando hice un mohín y aparté la sábana, mis piernas quedaron a la intemperie debido a mi pijama que era un shorts de algodón y una blusa de tirantes.

Con toda la pereza del mundo me levanté de la cama y me calcé los pies con unas esponjosas pantuflas de conejo. Me dirigí hacia el espejo para observarme y darme ánimos. Viéndome en el reflejo me di cuenta que tenía lo necesario como para levantar mí repugnante reputación: guapa, inteligente y adinerada. Aunque claro, para lograr eso tendría que hacer que Ashley Mendoza dejara de tomarme como su payaso personal.

Mi cabello caía en una larga cascada de ondas achocolatadas, mi mata de pelo era tan abundante y larga que cubría mi espalda y me rozaba la cintura. Mis ojos lucían atractivos gracias a la espesa capa de pestañas y mi piel aceitunada era todo un encanto. Lo único cuestionable de todo mi aspecto era mi escaso metro cincuenta y cinco, no es que fuese la única chica pequeña en todo Monterbik pero era uno de mis puntos débiles.

—Eres perfecta lo sabes —dijo alguien a mis espalas tomándome desprevenida, tanto que di un respingo en mi sitio. Mi padre me observaba desde la puerta, con una mirada nostálgica. Eran pocas las veces que podía verlo, trabaja demasiado y yo no era una de sus prioridades.

—¡Papá! —exclamé extrañada—. ¿Qué haces aquí?

—Mmm… —murmuró mientras se llevaba una mano al mentón y la vista al techo, volteé los ojos por lo dramático que solía ser—. Según tengo entendido esta es mi casa.

Su respuesta me hizo sonreír.

—¡Papá! ¡Sabes a qué me refiero! —reclamé.

—Sí lo sé —reconoció con una sonrisa de lado—, pero tengo entendido que hoy es tu primer día de clases, y como es costumbre te llevaré.

Eso era verdad, el primer día siempre iba en compañía de él —el único día— sin embargo, había estado mucho tiempo ausente, tanto que había dado por hecho que no llegaría.

—Siendo así, será mejor darme prisa. No vaya a ser que por mi culpa llegues tarde al trabajo —informé sin saber que más decir. Con el paso del tiempo estaba perdiendo la confianza y espontaneidad hacia él. Es lo que pasa cuando descuidas demasiado a tus hijos.

Pero padre no parecía preocupado por tal detalle.

—De acuerdo, te espero abajo para desayunar.

Salió, dejándome sola nuevamente en medio de una enorme habitación. Suspiré y fui hacia el armario en donde encontré mi uniforme doblado y perfectamente planchado. Cada miércoles una mujer de nombre Ana asistía a casa para hacer limpieza, entre otros oficios; era una mujer interesante, aunque bastante sola. Todos sus relatos consistían en un joven que era su sobrino, y los amigos de este.

El instituto de Monterbik tenía solo cinco días hábiles para que sus alumnos vistieran ropa que no fuera el pulcro uniforme, la mayoría solía canjear uno de esos días el primer día de clases, todos excepto yo.

***

Prepararme no me tomaba mucho tiempo, me duchaba en diez minutos, me vestía en otros diez, me trenzaba el cabello en cinco y debido a que no usaba maquillaje me ahorraba tiempo valioso.

Cuando bajé al comedor padre me esperaba con el desayuno servido, la mesa era demasiado grande para dos personas pero él parecía ajeno a tal detalle. Tomé asiento frente a él, puesto que ahí estaba mi plato. Levantó la vista de su móvil y me observó interesado.

—¿Has pensado en lo que te dije? —preguntó mi padre llevándose la taza de café a la boca.

Arrugué las cejas sin comprender a que se refería.

—¿Sobre qué? –inquirí.

—¿El chofer?

—Ah —musite—, agradezco tu ofrecimiento pero no es necesario.

No pude evitar que mi voz sonara con retintín, pero su propuesta me molestaba demasiado. Desde los trece había recorrido el camino hasta la calle principal para tomar un taxi, en todo ese tiempo él no pareció preocuparse por mi bienestar. Era absurdo que propusiera eso cuando estaba por ser mayor de edad.

—¿Segura?

Tragué antes de abrir la boca para darle una respuesta.

—Completamente –respondí con desagrado, sentía que si seguía insistiendo terminaría por ponerme grosera.

—Si cambias de opinión puedes decírmelo –insistió. Prácticamente padre había arruinado mi mañana.

—Lo haré padre, tranquilo.

Seguimos comiendo el desayuno en silencio. Me encontraba sumergida completamente en mis pensamientos hasta que me percaté de un detalle extraño: padre me miraba de reojo. No era algo que él hiciera, eso me hizo fruncir el ceño.




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