Amor de Lobos

Capítulo cuatro. La Carta

Al amanecer tuve uno de los sueños más extraños. Aunque no veía nada —cómo en los sueños normales— supe que era uno por la voz masculina y altamente amable que me susurraba:

Despierta Valeria.

Con esa melodía en mi cabeza era imposible querer despertar.

Se hará tarde.

Repitió. ¿No era eso demasiado extraño? Podría ser uno de mis sueños más absurdos en aquel entonces. Aún adormilada me quedé a la espera de volver a escuchar algo pero ese algo no llegó.

Abrí los ojos a regañadientes, a mí despertar me saludó el despertador sobre la mesita de noche, mostrando una hora alarmante.

Me senté con el corazón a punto de salírseme.

8:45

Lo que vino luego de eso fue eufórico. Yo desvistiéndome apresurada. Mis manos colocándome las medias blancas, la falda a cuadros y metiendo las mangas en de la blusa entre mis brazos. Mis manos tomando con velocidad mis pertenencias necesarias, mis pies escalera abajo de forma precipitada y luego, mi ser entero saliendo de casa aún con la blusa y la sudadera sin abrochar.

El exterior me recibió con una ráfaga de viento frío y el pelo se elevó con ímpetu a mis espaldas. No era común en mí usar el cabello suelto, era demasiado largo y resultaba incómodo tenerlo de esa forma, pero esa mañana el trenzarme no era una de mis mejores opciones.

Sin saber el porqué mi vista se dirigió hacia la casa del frente, en dónde mi desolado vecino desde la ventana se acomodaba la corbata. A pesar de estar yéndose tarde al instituto él no parecía para nada preocupado.

Terminé de abrochar el último botón y me dispuse a correr a mi destino. Mientras lo hacía, pensé por un momento —un momento de debilidad— en la posibilidad de aceptar la propuesta de padre, si hacía eso no tendría por que correr al instituto, no me ensuciaría las zapatillas ni tampoco sufriría semejantes cansancios. Además, meses más tarde llegaría el invierno, y la lluvia sería sustituida por la nieve.

«Pero sería demasiado holgazana» me recriminé.

En el momento en el que salí a la calle principal, un taxi frenó en seco. Me giré para ver el porqué semejante ruido y, a diferencia de lo que esperaba, el vehículo estaba a pocos centímetros de mi cuerpo.

Tanto el chófer como yo nos encontrábamos estupefactos.

—¡Oye niña! ¡¿Has perdido la cabeza?! —me reclamó el hombre al recuperarse del susto. Dejé salir el aire que estaba conteniendo y con un leve temblor, que no supe si era causa al frío o al susto; me encaminé a la puerta del vehículo y me metí al interior.

Me miró ceñudo, pero yo no tenía tiempo para estarlo perdiendo en explicaciones.

—Al instituto por favor.

No era necesario que diera dirección, preguntara por lo que preguntara sabría con exactitud en dónde se encontraba, cómo todos en Monterbik. El coche dio avance por la calle en dirección al viejo Instituto Evergreen, a las afueras del mismo yacían varios vehículos estacionados, al verlos recordé que necesitaba pagar el transporte.

Me tensé.

Me eché la mochila sobre las piernas y comencé a buscar entre los bolsillos. El primero no tenía más que crayones. El segundo lapiceros y envolturas de golosina. El tercero… vacío. Buscar en el resto sería completamente inútil.

Nada, eso era lo único que tenía, nada.

Busqué por tres veces y los bolsillos no hacían aparecer ningún billete. Y no tenían porqué hacerlo. El chófer, sospechando lo que sucedía frenó en seco unos ocho metros antes de la entrada. Debido a que no me había puesto el cinturón de seguridad me estampé contra el sillón frente a mí.

—Bájate —ordenó.

—¿Pero qué…? —comencé a balbucear incrédula, pero al ver su rostro me callé y bajé del coche, el cuál se alejó con un estrépito.

Botada en la calle no me quedó más que correr el tramo faltante.

—No, no, no —gemí frustrada al ver el portón asegurado. Di palmaditas en los barrotes con ganas de echarme a llorar.

El sonido debió de alertar al portero, que apareció frente a mí haciéndome dar un brinco. Se llevó a los labios el dedo índice y me sonrió con picardía, era un señor bastante amable, y quizá un poco alcahuete. Me abrió la puerta y me dejó pasar.

Probablemente la primera clase estaba más que perdida, aun así me encaminé al salón para hacer acto de presencia. En el interior, la clase ya era ejecutada con total dedicación. Mi presencia hizo alzar la vista a muchos de mis compañeros, los cuales alzaron las cejas al verme.

Mi enmarañado cabello insistía en caerse por mi rostro, y aunque trataba de apartarlos estos volvían a caer en el mismo sitio.

—Interesante hora de llegar —recriminó el profesor desde su sitio. Yo hice caso omiso a su comentario, estaba entre medio de una lucha con mis propios pensamientos, los cuales me decían que, la presencia de Daniel en el interior del salón era improbable.

«Pero está ahí» me dije, por lo que parecía más probable que cualquier otra cosa que pudiera plantearme en ese momento.

Pero eso no le quitaba lo extraño ¿No? Él, quedando en su casa aún después de mi partida… ¿Cómo iba a llegar antes que yo?

Antes de que pudiera tener la oportunidad de pensar en algo lógico, la puerta fue cerrada en mis narices, haciéndome dar un traspié.

Sin otra alternativa que esperar la siguiente clase, opté por marcharme a mi casillero en busca de un libro para la materia y, mientras lo hacía, analizaba a profundidad el porqué Daniel parecía tele transportarse, con esas apariciones repentinas en sitios que no debería estar, no era tan raro plantearse algo así.

¿O es que realmente estaba perdiendo la cabeza?

Agité la cabeza para despejarla y alcé la mano para ver la venda en mi palma. La retiré, y miré la extensión de la herida que estaba por convertirse en una cicatriz.




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