«Debes despertar».
Me dije a mí misma mientras me removía en la cama. Sentía las fibras de las sábanas, escuchaba el sonido de las ramas raspando la pared. Sin embargo, no podía despertarme, algo me mantenía atada al sueño.
Frío, todo en el sueño era frío. Me congelaba cada músculo del cuerpo. También me hacía temblar, por dos razones distintas: miedo y frío, pero sobretodo miedo.
«Despierta».
Aunque me lo repetí, en mi sueño seguía corriendo. Sentía el corazón acelerado, tanto en el suelo como en mi cuerpo real; me concentré en sus palpitaciones, intentando de algún modo lograr salir de la pesadilla.
«¡Despierta!»
Caí, como en el sueño anterior. Solté un grito, escuché los aullidos de los lobos a la distancia. Y luego… lo vi a él, otra vez, el lobo del color de la luna.
Mi sueño se desvaneció.
Jadeé fuertemente al despertar, como si hubiera estado bajo el agua por un largo momento y mis pulmones necesitaran una gran cantidad de oxígeno. Todavía atolondrada por el sueño miré mi entorno, enfocando cada parte de mi habitación mientras me decía mentalmente:
«Todo está bien, estás en casa. Solo ha sido una pesadilla».
Para mí, los sueños no eran más que fragmentos distorsionados de mi vida, rememorados por mi cerebro de una manera bastante explícita que por un momento, lograban convencerme de que era real. Porque se sentían como si lo fueran.
Me metí los dedos entre el pelo y me lo eché para atrás, estaba empapado de sudor, al igual que el resto de mi cuerpo. Salí de la cama y fui directo al baño, allí me duché con agua fría, esperando que eso despejara mi mente; lo único que conseguí con ello, fueron temblores.
Titiritando volví a la habitación envuelta en la toalla, miré la habitación de Daniel para asegurarme de que no estuviera viéndome. Él no estaba ahí. Fruncí el ceño extrañada, durante las mañanas era normal verle dentro de su habitación.
Negué con la cabeza para dejar de pensar en él, no podía permitir que mis pensamientos terminaran siempre en mi vecino, como si lo que hiciera o dejara de hacer fuera asunto mío.
Después de terminar de vestirme todavía no tenía el valor de verme a espejo, temía que al hacerlo me encontrara con un reflejo ridículo. Las botas comenzaban a calentarme los pies, clasifiqué eso como un detalle positivo, pero no podía ignorar que el tacón era demasiado alto a lo que solía acostumbrar.
Dando pasos temblorosos me puse frente al espejo, mantuve los ojos cerrados un largo momento para coger el valor de mirarme. Di un suspiro y levanté los párpados, encontrándome con una chica tremendamente guapa.
Abrí los ojos y la boca impactada, me incliné hacia delante mientras me tocaba las mejillas, sin poderme creer que realmente era yo.
—¡Oh Dios! —exclamé y proseguí a soltar una risita aguda.
Frente a mí, yacía una chica espectacularmente deslumbrante. Vestía un vestido de campana, corto y blanco. Sus piernas estaban cubiertas por ajustadas medias de algodón en tono celeste cielo, mismo color de su abrigo y bufanda. Sus pies calzados por botas blancas de invierno, las cuales llegaban hasta la altura de la rodilla. Y su cabello… liso, largo y claro como la miel, a pesar de tener la piel aceitunada, no le quedaba para nada mal.
Aquella chica, era yo, reflejada en el espejo.
Me miré por un momento más, apreciando mi aspecto digno para una portada de revista promocionando la nueva línea de invierno.
El timbre de casa resonó y me sacó de mi ensoñación.
Luego de tomar mis cosas bajé con sumo cuidado para no dar un traspié y bajar dando vueltas a través de las escaleras. Sin prepararme para afrontar lo que vería abrí la puerta, quedando estupefacta al verle. Toni me esperaba mirando hacia la calle, al sentir que la puerta se abría se volvió a mí, alzando una de sus cejas. Aquel gesto era de lo más normal en él, pero resultaba demasiado atractiva que siempre que le veía, me hacía babear.
Esa mañana no fue la excepción, me quedé mirándole embobada. El cabello negro le cayó sobre la frente, sin que este le llegara a rozar las cejas —como lo hacía el cabello de Daniel, mucho más largo—. Aquel simple detalle me hizo suspirar.
—Wow —balbuceó él. Al menos, no era la única deslumbrada.
—Sí, wow —repetí. Me apoyé en la puerta y le miré de arriba abajo, luego me percaté de la cosa brillante sobre su cabeza—. ¿De qué vas? —inquirí enarcando una ceja.
Parpadeó, luego me miró confundido.
—¿Cómo?
Señalé con el dedo su cabeza.
—¿De qué va la corona?
Quizá no era la más fanática de los pitufos, pero estaba segura que Gargamel, el hechicero, no usaba una corona.
—Ah, esto. Me pareció que ser Gargamel era demasiado simple para mí belleza, de tal manera que decidí que sería: el Príncipe Gargamel ¿Qué tal suena?
Me reí incrédula.
—¿Príncipe? ¡Uf! Tienes el ego muy alto.
—No es que tenga el ego muy alto, es que tú estás demasiado chiquita —repuso mientras me daba palmaditas sobre la cabeza. Le aparté la mano.
—¡Oye! —me quejé entrecerrándole los ojos—. Pero estas cambiando demasiado la trama, si sigues así al final no estaré tomándome el papel de pitufo.
—Pero dudo que eso le importe a Ashley, la pobre no analiza mucho las cosas.
Solté una carcajada. No quería burlarme de Ashley, pero con los comentarios que hacía Toni al respecto me era imposible no hacerlo.
—Te ves muy linda —dijo él mientras me toqueteaba el pelo—. Pero me gustaba más el color natural de tu cabello.
—No te quejes —reproché—, que ha sido idea tuya.
De lo último tenía mis dudas.
—Lo sé, lo sé. Valdrá la pena, ya lo verás.
Sonreí, sin saber que otra cosa hacer. Sin previo aviso me tomó entre sus brazos, como si fuera una niña pequeña.
—¡Bryan! —grité mientras me removía tratando de zafarme.