El viaje desde Buenos Aires había sido un torbellino de paisajes que mutaban a través de la ventanilla del colectivo. Primero, la llanura infinita bajo un sol de plomo, luego las suaves ondulaciones que anunciaban la provincia de Buenos Aires, y finalmente, la progresiva aridez que teñía la tierra de ocres y grises al acercarnos a la Patagonia. Para Mateo, cada kilómetro recorrido era una capa más desprendiéndose de la vida que conocía, dejando al descubierto una incertidumbre que, extrañamente, no le pesaba.
Las Heras se reveló ante sus ojos como un puñado de casas bajas diseminadas en medio de la inmensidad. El viento, ese habitante constante de la Patagonia, lo recibió con una ráfaga que le revolvió el pelo y le hizo entrecerrar los ojos. La terminal de micros era poco más que una oficina solitaria donde una mujer de rostro curtido por el clima le indicó dónde podía tomar un taxi.
En el breve trayecto hasta la cabaña que había alquilado por internet, Mateo observó el pueblo con curiosidad. Las calles de tierra, los perros vagabundos que parecían dueños del asfalto, los negocios con carteles descoloridos. Todo tenía una autenticidad áspera, distante del brillo artificial de la gran ciudad. Una sensación de paz incipiente comenzó a anidar en su pecho, un contraste bienvenido con la ansiedad que lo había acompañado en los últimos meses.
La cabaña era pequeña pero acogedora, con paredes de madera rústica y una ventana que ofrecía una vista panorámica de la estepa patagónica, salpicada de arbustos bajos y matas de pasto que se mecían al ritmo del viento. Mientras desempacaba sus pocas pertenencias, Mateo sintió por primera vez que quizás había tomado la decisión correcta. Necesitaba este respiro, este contacto con la naturaleza indómita, para que su creatividad, su musa fotográfica, volviera a florecer.
Al día siguiente, decidido a explorar su nuevo hogar, Mateo se echó a caminar sin un rumbo fijo. El aire era fresco y limpio, con un aroma terroso y un toque salino que llegaba desde quién sabe dónde. Cruzó el pueblo lentamente, deteniéndose a observar los detalles: un grupo de ancianos charlando en la vereda, un almacén de ramos generales que parecía detenido en el tiempo, un grafiti descolorido en una pared que representaba un guanaco corriendo libre.
Fue al salir de la última calle del pueblo que el paisaje se abrió en toda su magnitud. Ante él se extendía la estepa, vasta e indomable, con el horizonte lejano difuminándose en un cielo celeste pálido. Un sendero apenas marcado se adentraba en esa inmensidad, invitándolo a explorarla.
Mateo dudó por un instante. No conocía la zona, y el silencio era casi abrumador. Pero la curiosidad y un impulso aventurero fueron más fuertes. Comenzó a caminar por el sendero, sintiendo bajo sus pies la tierra seca y las pequeñas piedras sueltas. El viento le hablaba al oído, susurrando historias de la Patagonia.
Después de caminar durante un rato, el sendero lo llevó a una pequeña laguna de aguas turquesas, rodeada de juncos y flores silvestres de colores vibrantes. El reflejo del cielo en la superficie del agua era hipnótico. Mateo sacó su cámara, esa extensión natural de su brazo, y comenzó a disparar, capturando la belleza agreste del paisaje.
Mientras ajustaba el enfoque para fotografiar una flor solitaria que luchaba por crecer entre las piedras, escuchó un ruido. Levantó la vista y lo vio.
Estaba unos metros más adelante, de espaldas a él, observando la laguna con una tranquilidad que parecía emanar de la propia naturaleza. Era un joven, quizás de su misma edad, vestido con ropa cómoda y una mochila desgastada a sus pies. Tenía el pelo castaño oscuro y rizado, y la luz del sol le dibujaba reflejos dorados en la nuca.
Mateo sintió una punzada de curiosidad, un deseo repentino de acercarse y hablarle. Quizás era la soledad del lugar, o quizás había algo en la serenidad de su figura que lo atraía.
Inspiró profundamente y dio un paso adelante, sin darse cuenta de que una pequeña rama seca crujía bajo su pie, rompiendo el silencio. El joven se giró bruscamente, y por primera vez, Mateo vio sus ojos. Eran de un verde intenso, brillantes y llenos de una calidez inesperada.
Una sonrisa suave se dibujó en los labios del joven.
—Hola —dijo, con una voz grave y melodiosa que se elevó sobre el murmullo del viento—. ¿También disfrutando de este rincón de paz?
En ese instante, bajo el cielo inmenso de la Patagonia, Mateo supo que su llegada a Las Heras sería mucho más interesante de lo que jamás había imaginado.
Editado: 25.06.2025