No suelo creer en las segundas oportunidades. A veces, pienso que el tiempo es solo un río imparable que arrastra todo lo que toca, sin importar cuánto queramos aferrarnos a algo que ya se ha ido. Es una sensación extraña, como si los recuerdos pesaran más que las horas del día. Y aquí estoy, atrapada entre mis pensamientos, sentada en el rincón más apartado de la librería donde el ruido del mundo afuera parece desvanecerse.
El murmullo del viento se cuela por la ventana, pero es el crujir de las páginas lo que realmente llena el aire. El olor a papel viejo, a tinta, me envuelve con una calma que nunca había experimentado. Aquí, en este pequeño refugio entre libros, la vida parece más sencilla, incluso cuando no me siento como yo misma.
Levanto la vista por un momento, y es cuando lo veo. El chico que acaba de entrar. De alguna manera, la librería parece volverse más pequeña con su presencia. Su cabello oscuro está ligeramente desordenado, como si acabara de despertar de un sueño profundo. Hay algo en su mirada que no puedo evitar notar, algo que me recuerda a las primeras lluvias de la temporada, esas que traen consigo un aire fresco y renovador. Pero no, no es eso exactamente. Es algo más… inquietante.
Él me observa fijamente, no con curiosidad, sino como si ya me conociera. Como si viera en mí algo que no se puede esconder, aunque lo intente. No aparto la mirada inmediatamente, y me doy cuenta de que, por alguna razón, no me incomoda. En lugar de eso, me siento... vista, pero de una manera que no puedo describir. Como si por un segundo, el mundo entero dejara de ser tan grande y distante.
La puerta de la librería suena con un tintineo, y aunque mis pensamientos me empujan a volver a lo que estaba haciendo, mis dedos siguen recorriendo la tapa de un libro que no pienso abrir. No hoy. No nunca.
El chico se acerca al mostrador, y lo escucho dejar una pila de libros con una suavidad que no concuerda con la prisa habitual de los clientes. La mayoría solo vienen a comprar, como si fuera una tarea que deben completar, pero él no. Parece disfrutar de cada paso que da, de cada respiración. Como si, al estar aquí, en este espacio tan común y tan simple, encontrara algo más.
—¿Tienes El cielo de los otros? —pregunta, su voz suave, llena de una calma que me desconcierta.
Lo miro, sorprendida de que haya elegido ese libro. Es un título algo melancólico, profundo. Y, de alguna manera, refleja lo que siento, aunque no pueda explicarlo con palabras. Es una novela que habla de pérdidas, de esos momentos que te marcan y que nunca desaparecen.
—Sí, claro —respondo, casi por instinto, aunque en mi mente todo se detiene por un segundo. Las palabras parecen salirme solas.
Voy hacia la estantería, sin pensar demasiado, mis pasos tan automáticos como los de siempre. Mis dedos recorren las filas de libros hasta que encuentro el que busca. Sin embargo, no lo entrego inmediatamente. En lugar de eso, lo sostengo entre mis manos por unos segundos, como si al tocarlo pudiera sentir las emociones de las personas que lo han leído, las huellas de sus historias.
—Está aquí —digo finalmente, tendiéndole el libro. Mi voz suena más profunda de lo que esperaba, como si de alguna manera hubiera dejado escapar más de lo que pensaba.
Él toma el libro, y sus dedos rozan los míos. No es un contacto brusco, sino una conexión fugaz, casi imperceptible, pero suficiente para que me dé cuenta de que algo ha cambiado en el aire. Algo que no sé identificar, pero que se siente como una corriente eléctrica.
—Gracias —dice, mirando la portada con una expresión que no logro leer. No está emocionado, no parece apurado. Solo está allí, como si el libro tuviera un significado más allá de las palabras escritas.
Me pregunto por qué alguien como él estaría interesado en algo tan... complicado. Tan lleno de sentimientos que pocos se atreven a enfrentar. Pero en lugar de preguntarle, me quedo en silencio. La verdad es que no quiero saber demasiado. No quiero que sus ojos vean lo que hay en mí.
—¿Te gusta este autor? —pregunto, casi sin pensarlo. La pregunta sale de mis labios sin que me dé cuenta, como si necesitara confirmar algo en mi interior. Necesitaba escuchar esas palabras.
Él me mira por un segundo, como si estuviera midiendo mis palabras, y luego responde con una sonrisa que no llega a ser completa, pero que tiene algo genuino en ella.
—Sí. Es de esos escritores que te hacen ver lo que no quieres ver. Pero que, al mismo tiempo, te ayudan a entenderlo. —Su voz es baja, como si estuviera compartiendo una verdad secreta, algo que no se dice a menudo.
No sé qué decir. Algo en sus palabras me cala hondo, como si supiera exactamente lo que quiero decir, pero no me atrevo a pronunciarlo. Y eso me asusta. Nadie ha entendido nunca tanto de mí sin preguntar.
El chico recoge el libro y da un paso hacia la puerta. Antes de salir, se detiene y me lanza una última mirada, como si pensara que debía decir algo más, pero no lo hiciera.
—Nos vemos —murmura, y por un instante, el peso de esas dos palabras resuena en mi cabeza.
No respondo. No hace falta. Pero algo dentro de mí se queda con él, con esa mirada que parece conocerme más de lo que me gustaría admitir.
Y, mientras lo observo salir, me doy cuenta de que no soy la única que lleva algo oculto. Tal vez él también lo haga, aunque sus ojos intenten esconderlo.
Me siento vacía, como siempre, pero de alguna forma, no tan sola.