Amor En La Niebla De Whitechapel

El Infierno Del Éter

El club El Espejo de Éter era un lugar donde el tiempo parecía detenerse, donde la noche se extendía como un sueño febril y la realidad se desvanecía entre el humo de los cigarros y el olor a alcohol barato. Las luces de gas parpadeaban, proyectando sombras danzantes en las paredes cubiertas de papel tapiz descolorido. El aire era denso, cargado de perfumes baratos, sudor y desesperación. En el centro de todo esto, Elias Fairchild se preparaba para otra noche en el escenario.

El presente: El infierno en el escenario

Elias estaba en el camerino, un cuarto pequeño y mal iluminado que olía a polvo y maquillaje rancio. Se miró en el espejo rajado que colgaba de la pared, observando su reflejo como si fuera un extraño. Su cabello rubio, que una vez había brillado como el oro bajo el sol, ahora parecía opaco bajo la luz amarillenta del club. Sus ojos celestes, antes llenos de vida, ahora estaban vacíos, como si algo dentro de él se hubiera apagado para siempre.

Se puso el traje que Viktor le había obligado a usar: una prenda ajustada y brillante que dejaba poco a la imaginación. Cada vez que se lo ponía, sentía como si una parte de su alma se desprendiera, como si el Elias que había sido se alejara un poco más. Pero no tenía elección. Viktor, el dueño del club, lo tenía atrapado en una red de deudas y amenazas, y Elias sabía que no podía escapar.

Cuando llegó el momento de salir al escenario, Elias respiró hondo y cerró los ojos por un instante. Intentó recordar quién era, quién había sido, pero los recuerdos se le escapaban como agua entre los dedos. Luego, abrió los ojos y entró en el escenario.

La música comenzó a sonar, un vals lento y melancólico que parecía gemir en lugar de bailar. Elias movió su cuerpo con una gracia innata, como si el baile fuera lo único que le quedaba. Pero mientras sus pies se deslizaban sobre el escenario y sus brazos trazaban líneas en el aire, su mente viajaba a otro lugar, a otro tiempo.

El pasado: El paraíso perdido

De repente, Elias ya no estaba en el club. Estaba en la mansión de su familia, en el campo, donde el aire olía a hierba fresca y el sol brillaba con una luz dorada. Tenía dieciséis años, y la vida era perfecta. Sus padres, Lord y Lady Fairchild, lo adoraban. Era el heredero único de un imperio familiar que se extendía por toda Inglaterra, todos lo respetaban y admiraban.

Recordaba las tardes en el jardín, donde su madre le leía poesía mientras él descansaba bajo la sombra de un viejo roble. Recordaba a su padre enseñándole a montar a caballo, sus manos firmes pero amorosas guiando las riendas. Recordaba las fiestas en la mansión, donde todos lo miraban con admiración y él se sentía como el dueño del mundo.

Pero todo cambió el día en que conoció a Thomas, el hijo del jardinero. Thomas era todo lo que Elias no era: libre, despreocupado, lleno de vida. Se enamoraron en secreto, compartiendo momentos robados en los establos y en el bosque. Elias nunca había sido tan feliz. Pero su felicidad duró poco.

Una tarde, su padre los encontró besándose en los establos. Elias nunca olvidaría la expresión de su rostro: una mezcla de ira, decepción y vergüenza. Lo desheredó esa misma noche, diciéndole que nunca más sería bienvenido en la familia. Elias intentó explicarse, intentó hacerle entender que el amor no era algo que pudiera controlar, pero fue inútil. Su padre lo echó de la mansión con nada más que la ropa que llevaba puesta.

El presente: El regreso al infierno

La música del club se intensificó, arrastrando a Elias de vuelta a la realidad. Abrió los ojos y se dio cuenta de que estaba en el escenario, rodeado de miradas lascivas y aplausos vacíos. Sintió un nudo en el estómago, una mezcla de vergüenza y desesperación que lo consumía por dentro.

Pero Elias no lloró. No podía permitirse ese lujo. En lugar de eso, canalizó todo su dolor en el baile. Cada movimiento era un grito silencioso, cada giro una forma de escapar, aunque fuera por un momento. Sus ojos celestes brillaban con una luz intensa, como si estuvieran enviando un mensaje a alguien, a cualquiera, que pudiera entenderlo.

En el público, Lucien Blackwood observaba, hipnotizado. No podía apartar la mirada de Elias, de la forma en que su cuerpo se movía con una gracia casi sobrenatural, de la tristeza que emanaba de cada gesto. Lucien no sabía por qué, pero sentía que ese joven rubio era diferente, que había algo en él que resonaba con su propia soledad.

El final de la actuación

Cuando la música terminó, Elias se detuvo en el centro del escenario, respirando con dificultad. Los aplausos estallaron a su alrededor, pero él no los escuchó. Solo podía pensar en lo lejos que estaba de aquel joven que había sido, de aquel paraíso que había perdido.

Bajó del escenario y se dirigió al camerino, sintiendo cómo el peso de su vida actual lo aplastaba. Se sentó frente al espejo rajado y se miró de nuevo. Esta vez, no pudo evitar que una lágrima resbalara por su mejilla.

— ¿Quién soy? — susurró, pero el espejo no respondió.

El encuentro

Mientras Elias intentaba recomponerse, alguien llamó a la puerta del camerino. Era Lucien, que había seguido a Elias después de la actuación. Los ojos dorados de Lucien se encontraron con los celestes de Elias, y en ese momento, algo cambió. Era como si la niebla que los rodeaba se hubiera disipado por un instante, dejando al descubierto una conexión que ninguno de los dos podía explicar.

— Eres increíble — dijo Lucien, con una voz suave pero firme.

Elias lo miró, sorprendido. Nadie le había hablado así en mucho tiempo. Sintió una chispa de esperanza, pequeña pero real, que iluminó por un momento la oscuridad que lo rodeaba.




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