Amor En La Niebla De Whitechapel

El Lenguaje Del Dolor

El Espejo de Éter era un lugar donde la luz y la oscuridad se fundían en un baile eterno. Las lámparas de gas proyectaban sombras danzantes en las paredes, y el aire estaba cargado de perfumes baratos, sudor y desesperación. Esa noche, el club estaba lleno, como siempre, de hombres y mujeres que buscaban olvidar sus vidas en el alcohol y el espectáculo. Pero entre la multitud, había un hombre que no estaba allí para olvidar, sino para recordar. Para sentir. Para entender.

Lucien Blackwood se sentaba en una mesa cerca del escenario, sus ojos dorados fijos en Elias Fairchild. Desde la primera vez que lo vio bailar, supo que había algo en ese joven rubio que lo atraía como una polilla a la llama. No era solo su belleza, aunque eso era innegable. Era algo más profundo, algo que resonaba en lo más oscuro de su alma. Elias no solo bailaba; su cuerpo contaba una historia, una historia de dolor, de traición, de desesperación. Y Lucien quería escucharla.

El baile de Elias

El escenario estaba iluminado por una luz tenue y dorada, como si el sol se hubiera filtrado a través de la niebla. Elias apareció en el centro, vestido con un traje que dejaba poco a la imaginación: una prenda ajustada y brillante que resaltaba cada curva de su cuerpo. Su cabello rubio caía en mechones desordenados sobre su rostro, y sus ojos celestes brillaban con una luz intensa, como si estuvieran llenos de lágrimas que no podían caer.

La música comenzó a sonar, un vals lento y melancólico que parecía gemir en lugar de bailar. Elias movió su cuerpo con una gracia etérea, como si estuviera flotando en lugar de caminar.

Cada movimiento era una expresión de dolor, cada giro un grito silencioso. Sus manos se extendían hacia el vacío, como si estuvieran buscando algo que nunca encontrarían. Sus pies se deslizaban sobre el escenario, como si estuvieran intentando escapar de una prisión invisible.

Lucien no podía apartar la mirada. Sentía cómo el dolor de Elias se filtraba en su propio corazón, cómo cada movimiento del joven rubio le hablaba directamente a su alma. Era como si el cuerpo de Elias estuviera gritando:

Mírame. Escúchame. Sálvame.

El lenguaje del cuerpo

Elias no necesitaba palabras para comunicarse. Su cuerpo era su voz, y esa noche, esa voz era desgarradora. Cada movimiento era una palabra, cada gesto una frase. Sus brazos se extendían hacia el cielo, como si estuvieran suplicando a un Dios que nunca respondía. Sus piernas se movían con una gracia quebrada, como si estuvieran cargando el peso de un mundo que lo había traicionado.

Y luego estaba su rostro. Sus ojos celestes brillaban con una luz intensa, como si estuvieran llenos de lágrimas que no podían caer. Su boca, entreabierta, parecía estar a punto de gritar, pero no salía ningún sonido. Era como si todo su dolor, toda su desesperación, estuviera contenido en ese momento, en ese baile.

Lucien sintió cómo el corazón le latía con fuerza. Quería saltar al escenario, abrazar a Elias, decirle que no estaba solo. Pero sabía que no podía. No todavía. Tenía que esperar, tenía que entender.

La conexión

Cuando la música terminó, Elias se detuvo en el centro del escenario, respirando con dificultad. Los aplausos estallaron a su alrededor, pero él no los escuchó. Solo podía pensar en lo lejos que estaba de aquel joven que había sido, de aquel paraíso que había perdido.

Lucien se levantó de su mesa y se acercó al escenario. Sus ojos dorados se encontraron con los celestes de Elias, y en ese momento, algo cambió. Era como si la niebla que los rodeaba se hubiera disipado por un instante, dejando al descubierto una conexión que ninguno de los dos podía explicar.

— Eres increíble — dijo Lucien, con una voz suave pero firme.

Elias lo miró, sorprendido. Nadie le había hablado así en mucho tiempo. Sintió una chispa de esperanza, pequeña pero real, que iluminó por un momento la oscuridad que lo rodeaba.

El dolor de Elias

Mientras Lucien y Elias hablaban, en la sombra de una esquina del club, Lord Fairchild observaba con una sonrisa fría y despiadada. Había venido a ver a su hijo, no para salvarlo, sino para deleitarse en su sufrimiento. Y lo había conseguido. Elias estaba roto, destrozado, y Lord Fairchild no podía estar más feliz.

— Púdrete, hijo — susurró Lord Fairchild, antes de desaparecer en la niebla.




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