Amor En La Niebla De Whitechapel

El Silencio De Una Madre

La mansión Fairchild, con sus altos techos y sus paredes cubiertas de retratos familiares, era un lugar que respiraba opulencia y tradición. Pero para Lady Fairchild, ya no era un hogar. Era una prisión, una jaula dorada donde cada habitación, cada mueble, cada susurro de los sirvientes le recordaba la ausencia de su hijo.

Elias, su niño, su tesoro, había sido arrancado de su vida como una flor arrancada de raíz, y el dolor que sentía era tan profundo que parecía haberse convertido en parte de su ser.

Esa noche, mientras el reloj de la sala marcaba las once, Lady Fairchild se encontraba en su habitación, sentada frente a su tocador. El espejo reflejaba su rostro, pero ella no se reconocía.

Los ojos que alguna vez habían brillado con alegría ahora estaban opacos, como si la luz que los iluminaba se hubiera apagado para siempre. Sus manos, delicadas y siempre impecables, temblaban ligeramente mientras sostenía un pañuelo de encaje que había pertenecido a Elias.

El dolor y la desesperación

Cada noche, cuando la mansión se sumía en el silencio, Lady Fairchild permitía que el dolor la invadiera por completo. Recordaba a Elias de niño, corriendo por los jardines con una risa que llenaba el aire de alegría. Recordaba sus ojos celestes, llenos de curiosidad y amor, y su cabello rubio que brillaba bajo el sol. Pero esos recuerdos, que alguna vez habían sido un consuelo, ahora eran como cuchillos que le atravesaban el corazón.

— ¿Cómo pudo suceder esto? — susurró para sí misma, apretando el pañuelo contra su pecho — ¿Cómo pude permitir que lo arruinaran?

La desesperación la consumía, como un fuego que no podía apagar. Sabía que Elias estaba sufriendo, que estaba atrapado en un infierno del que no podía escapar. Y lo peor era que ella, su madre, no podía hacer nada para salvarlo. O al menos, eso era lo que creía.

El resentimiento hacia Lord Fairchild

Lady Fairchild levantó la mirada hacia el espejo y vio, no su propio reflejo, sino el rostro de su marido. Lord Fairchild, el hombre al que había amado y respetado durante años, ahora le inspiraba un odio profundo y ardiente. Él había sido el responsable de la caída de Elias. Él lo había desheredado, lo había echado de la casa, lo había condenado a una vida de sufrimiento y humillación.

— ¿Cómo pudo hacerle eso a su propio hijo? — pensó, con una ira que la sorprendió por su intensidad —¿Cómo pudo ser tan cruel?

Pero no era solo la crueldad de Lord Fairchild lo que la enfurecía. Era su hipocresía. Él, que siempre había presumido de su honor y su decencia, era en realidad un monstruo. Un monstruo que se deleitaba en el sufrimiento de su hijo, que disfrutaba viendo cómo Elias se hundía en la miseria.

La determinación de destruirlo

Lady Fairchild se levantó de su asiento y caminó hacia la ventana. Afuera, la niebla envolvía los jardines, como si la propia naturaleza estuviera conspirando para ocultar los secretos de la mansión. Pero Lady Fairchild no necesitaba la niebla para esconder sus intenciones.

Ella había decidido que Lord Fairchild pagaría por lo que le había hecho a Elias. Y lo haría de la manera más dolorosa posible: destruyendo lo que más amaba, su reputación.

— Tú arruinaste a mi hijo — murmuró, con una voz llena de determinación —Ahora yo arruinaré tu vida.

El plan

Lady Fairchild no era una mujer impulsiva. Sabía que, para destruir a Lord Fairchild, necesitaba ser paciente, astuta y discreta. No podía actuar abiertamente; tenía que trabajar en las sombras, como una araña tejiendo su red.

Comenzó a recolectar información. Sabía que Lord Fairchild tenía secretos, que había hecho cosas que no quería que salieran a la luz. Y ella, como su esposa, tenía acceso a esos secretos. Revisó sus papeles, escuchó sus conversaciones, observó sus movimientos.

Cada detalle, cada palabra, cada gesto, lo guardaba en su mente como una pieza de un rompecabezas que, una vez completado, revelaría la verdadera naturaleza de Lord Fairchild.

El odio que crece

Mientras trabajaba en su plan, el odio de Lady Fairchild hacia su marido crecía. Cada vez que lo veía sonreír, cada vez que lo escuchaba hablar de honor y decencia, sentía una ira que la consumía por dentro. Pero no dejaba que eso la detuviera. Al contrario, usaba ese odio como combustible, como una fuerza que la impulsaba a seguir adelante.

— Pronto — pensó, mientras observaba a Lord Fairchild desde la ventana de su habitación — Pronto todos sabrán la verdad sobre ti

El silencio de una madre

Lady Fairchild sabía que su plan era arriesgado. Si Lord Fairchild descubría lo que estaba haciendo, las consecuencias serían terribles. Pero no le importaba. Lo único que importaba era Elias, su hijo, su bebé. Y si destruir a Lord Fairchild significaba darle a Elias una oportunidad de ser feliz, entonces lo haría.

Mientras la noche avanzaba y la niebla se hacía más espesa, Lady Fairchild se sentó frente a su escritorio y comenzó a escribir. Cada palabra, cada frase, era un paso más hacia la destrucción de Lord Fairchild.

Y aunque sabía que el camino sería largo y difícil, no se detendría. Porque el amor de una madre es más fuerte que cualquier odio, y Lady Fairchild estaba dispuesta a hacer lo que fuera necesario para proteger a su hijo.




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