La habitación en El Espejo de Éter era un lugar que parecía existir fuera del tiempo y el espacio. Las paredes, cubiertas de papel tapiz oscuro con motivos de flores marchitas, absorbían la luz de las velas que titilaban en candelabros de plata. El aire olía a cera derretida y a un perfume antiguo, como si el lugar hubiera sido testigo de incontables secretos y confesiones.
Una cama de dosel, con cortinas de terciopelo rojo que caían como cascadas de sangre, dominaba el centro de la habitación. Era un lugar que invitaba a la intimidad, pero también a la vulnerabilidad.
Elias estaba sentado en el borde de la cama, con las piernas cruzadas y los brazos rodeando su cuerpo como si intentara protegerse de un mundo que lo había lastimado demasiadas veces.
Lucien, en cambio, se mantenía a una distancia respetuosa, sentado en un sillón de cuero desgastado junto a la chimenea. Las llamas danzaban en el hogar, proyectando sombras que parecían susurrar secretos en las paredes.
Elías: El sarcasmo como escudo
Elias miró a Lucien con una sonrisa torcida, una máscara que usaba para ocultar el dolor que lo consumía por dentro.
— ¿Qué esperas de mí, Lucien? — preguntó, con un tono irónico que pretendía ser desafiante — ¿Quieres que te entretenga como hago con los demás? ¿O eres diferente?
Lucien no respondió de inmediato. Sus ojos dorados, que parecían capturar la luz de las velas, se posaron en Elias con una intensidad que lo hacía sentir expuesto, como si Lucien pudiera ver más allá de su fachada.
— No quiero que hagas nada que no quieras hacer, Elias — dijo finalmente, con una voz suave pero firme — Solo quiero estar aquí contigo.
Elias soltó una risa amarga.
— Eso es lo que dicen todos, al principio. Pero al final, todos quieren lo mismo.
Lucien inclinó la cabeza, como si estuviera considerando las palabras de Elias.
— No soy como los demás —respondió, con una calma que desconcertaba a Elias — No estoy aquí para usarte. Estoy aquí porque te veo, Elias. Veo quién eres realmente.
Elías: El dolor de sentirse sucio
Las palabras de Lucien resonaron en Elias como un eco en una cueva vacía. Quería creerle, quería confiar en que alguien pudiera verlo más allá de su cuerpo, más allá de su dolor. Pero no podía. Cada vez que alguien se acercaba, sentía que lo manchaban, que lo convertían en algo sucio, algo que no quería ser.
— ¿Y qué ves, Lucien?— preguntó Elias, con un tono que pretendía ser desafiante pero que traicionaba su vulnerabilidad — ¿Ves a un chico que baila semidesnudo en un club? ¿Ves a alguien que ha perdido todo?
Lucien se inclinó hacia adelante, apoyando los codos en las rodillas.
— Veo a alguien que ha sufrido — respondió, con una voz que goteaba compasión — Veo a alguien que es fuerte, más fuerte de lo que cree. Y veo a alguien que merece ser amado, no usado.
Elias sintió cómo las lágrimas amenazaban con brotar, pero las contuvo. No podía llorar, no delante de Lucien. No delante de nadie.
— No sabes nada de mí — murmuró, desviando la mirada hacia las llamas de la chimenea.
— Tal vez no — admitió Lucien — Pero quiero saber. Quiero entenderte, Elias. Quiero ayudarte.
Elías: La confusión y la esperanza
Elias no sabía qué sentir. Lucien era diferente, eso era innegable. No lo tocaba, no lo presionaba, no lo trataba como un objeto. Lo miraba con una intensidad que lo hacía sentir visto, pero no expuesto. Y eso lo confundía aún más.
— ¿Por qué? — preguntó Elias, con una voz que apenas era un susurro. — ¿Por qué te importo?
Lucien sonrió, una sonrisa triste pero sincera.
— Porque te veo, Elias. Y porque creo que, en algún lugar dentro de ti, todavía hay esperanza. Esperanza de que las cosas puedan ser diferentes.
Elias no respondió. Las palabras de Lucien resonaban en su mente, como un eco que no podía ignorar. Quería creerle, quería confiar en que alguien pudiera verlo más allá de su dolor. Pero no sabía cómo.
La mansión Fairchild: El silencio de una madre
Mientras tanto, en la mansión Fairchild, Lady Fairchild estaba sentada en el salón, con una taza de té frío entre las manos. Lord Fairchild entró en la habitación, con una expresión que pretendía ser amable pero que no lograba ocultar su incomodidad.
— Amor — dijo Lord Fairchild, acercándose a ella. — ¿Estás bien?
Lady Fairchild no lo miró.
— No me llames amor — respondió, con una voz fría como el hielo — Tú destruiste a nuestra familia. Destruiste a nuestro hijo. No tienes derecho a llamarme así.
Lord Fairchild sintió cómo el corazón se le encogía.
— Elias eligió su camino — dijo, con una voz que pretendía ser firme pero que traicionaba su inseguridad — Yo solo hice lo que tenía que hacer.
Lady Fairchild finalmente lo miró, y en sus ojos había un fuego que lo hizo retroceder.
— No, no hiciste lo que tenías que hacer. Hiciste lo que querías hacer. Y ahora, tendrás que vivir con las consecuencias.
Lord Fairchild intentó tocarla, pero ella se apartó.
— No me toques — dijo, con una voz que resonaba como un veredicto final — Ya no tienes ese derecho.
El dolor de Lord Fairchild
Lord Fairchild se quedó allí, sintiendo cómo el peso de sus acciones lo aplastaba. Sabía que había perdido a Elias, pero ahora se daba cuenta de que también estaba perdiendo a su esposa. Y lo peor era que no sabía cómo recuperarla.
— ¿Qué debo hacer? — preguntó, con una voz que apenas era un susurro.
Lady Fairchild no respondió. Simplemente se levantó y salió de la habitación, dejando a Lord Fairchild solo con su dolor y su remordimiento.