Amor En La Niebla De Whitechapel

El Eco Del Miedo

Elías apretó con fuerza las manos de Lucien, sintiendo el temblor recorrer su cuerpo como una tormenta desbocada. Su respiración era errática, su pecho subía y bajaba con desesperación mientras sus labios entreabiertos luchaban por encontrar palabras. Pero el miedo lo ahogaba. Lo asfixiaba como la niebla espesa que consumía las calles de Londres esa noche.

—Lucien… —susurró, su voz quebrada, apenas un suspiro de viento en la penumbra— Jack… Jack me está buscando.

Lucien no apartó la vista de él. Sus ojos, tan profundos y llenos de determinación, eran un ancla en medio del caos. Con un gesto lento, llevó una mano al rostro de Elías y lo sostuvo con una ternura que contrastaba con el horror que lo rodeaba.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó con calma, aunque su mandíbula se tensó al notar el pánico en los ojos celestes de Elías.

—Las notas —respondió Elías, su cuerpo encogiéndose como un niño aterrado— Han seguido llegando… más personales, más amenazantes. Y… lo siento, Lucien. En cada sombra, en cada rincón oscuro del club, siento que está ahí, observándome. Disfrutando de mi miedo.

Lucien frunció el ceño, apretando los labios en una línea dura. Sabía que no podía calmar a Elías con simples palabras. No cuando la sombra del Destripador se cernía sobre él, hambrienta, impaciente.

Pero Jack no era el único peligro. Elías bajó la mirada y Lucien notó cómo sus hombros temblaban de un modo casi imperceptible. Algo más lo inquietaba. Algo más lo estaba consumiendo por dentro.

—Y hay alguien más —susurró Elías. Sus dedos se crisparon sobre los de Lucien, y este entendió que lo que estaba a punto de escuchar era peor de lo que imaginaba.

—¿Quién? —preguntó con la voz cargada de tensión.

Elías tragó saliva, sintiendo el nudo en su garganta arder como fuego.

—Un cliente… nuevo —su voz era apenas un murmullo ahogado— Su mirada… No sé cómo explicarlo, Lucien. Es como si me estuviera desnudando con los ojos. Como si ya me poseyera sin siquiera tocarme.

Lucien sintió un escalofrío recorrer su columna vertebral. Conocía demasiado bien a los clientes del club. Sabía lo que querían, lo que exigían, lo que estaban dispuestos a hacer por obtenerlo. Pero había algo diferente en la forma en que Elías hablaba de este hombre. Algo mucho más oscuro.

—Descríbemelo —ordenó Lucien con suavidad, pero con un filo en la voz.

Elías cerró los ojos por un momento y su mente lo transportó de vuelta al escenario, al instante exacto en que sintió la mirada de aquel hombre perforarlo como un puñal.

Era alto, más que Lucien. Su complexión era fuerte, poderosa, con la seguridad de alguien que nunca había conocido un ‘no’ como respuesta. Su cabello negro, peinado impecablemente hacia atrás, brillaba bajo las luces del club, y su rostro, de facciones cinceladas y aristocráticas, estaba marcado por la sombra de una barba perfectamente recortada. Pero eran sus ojos lo que helaba la sangre de Elías.

Eran oscuros, profundos como un abismo sin fondo, como si en su interior ocultara algo siniestro, algo podrido. Y cuando lo miraba, cuando lo devoraba con la mirada mientras bailaba, Elías sentía que su piel se erizaba con una repulsión visceral.

—Lucien, me miraba como si ya me poseyera —su voz era apenas un susurro— Como si mi cuerpo no me perteneciera.

Elías recordó cómo, al moverse sobre el escenario, sintió su piel arder, como si la mirada de ese hombre fuera una caricia cruel que lo marcaba con fuego. Cada paso, cada giro, cada roce de su propia piel contra las finas telas de su vestimenta se sintió como un grito mudo pidiendo auxilio. Sabía que Lucien estaba entre el público, lo sentía, pero aquel hombre… aquel hombre no apartaba la mirada. No parpadeaba. No se inmutaba.

En un momento de la coreografía, Elías se quedó quieto, su pecho agitado por la respiración. Su cabello rubio caía desordenadamente sobre su rostro, y al levantar la vista, su mirada se encontró con la del desconocido. En ese instante lo supo. Lo supo con una certeza que le heló hasta los huesos. Aquel hombre lo deseaba. No como los demás clientes que buscaban placer momentáneo. No.

Él quería más. Quería su cuerpo, sí, pero también su alma. Lo quería romper. Poseerlo. Destruirlo. Elías se sintió enfermo, su estómago revuelto por el miedo. Su garganta se cerró, y por un segundo, su cuerpo se paralizó en el escenario. Un error fatal. Su cuerpo lo había delatado. Había mostrado su miedo. Había mostrado que era presa fácil. Y entonces, el hombre sonrió. Una sonrisa lenta, depredadora, llena de satisfacción.

Lucien vio la angustia en los ojos de Elías y apretó los puños. La furia ardía en su interior como una hoguera imposible de extinguir.

—No dejaré que te haga daño —le prometió — Ni él, ni Jack. Nadie volverá a tocarte sin tu consentimiento.

Pero Elías no podía compartir esa certeza. No cuando el miedo ya se había arraigado en su corazón como una maleza venenosa. El club ya no era un refugio. No cuando Jack acechaba desde las sombras y cuando un nuevo depredador había puesto los ojos en él.

Esa noche, mientras el reloj marcaba la medianoche y las campanadas de una iglesia distante resonaban en el aire gélido de Londres, Elías se encerró en su habitación. Se abrazó a sí mismo y sintió su propio cuerpo temblar. En la oscuridad, podía escuchar los ecos de su propio miedo, el sonido de su respiración entrecortada y el incesante susurro de una amenaza invisible.

—Ángel caído… —le pareció escuchar, un susurro en la niebla, un eco de la oscuridad que lo reclamaba.

Cerró los ojos con fuerza y trató de ignorarlo. Pero sabía que la pesadilla apenas comenzaba.




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