Amor En La Niebla De Whitechapel

El Abismo De La Posesión

La noche en El Espejo de Éter era una criatura viviente, un espectro que se deslizaba entre los rincones oscuros, susurrando secretos de placer y desesperación a quienes se atrevan a escuchar. Las velas parpadeaban como almas en pena, consumiéndose lentamente en su destino inevitable.

La música, etérea y tentadora, flotaba como un hechizo de seda sobre la sala, atrapando a los asistentes en una telaraña de ensueño y lujuria. Pero para Elias Fairchild, aquella noche no era más que la antesala de una cárcel invisible.

Los papeles con las notas de Jack el Destripador yacían sobre su cama, cada palabra trazada con tinta oscura como la sangre coagulada en la hoja de un cuchillo.

Eres mío. Te observo cuando duermes. Nadie puede salvarte de mí.

La paranoia era una bestia con garras afiladas, desgarrándole la piel desde dentro. Pero no era solo Jack quien lo acechaba esa noche. Había otra sombra, un depredador con una sonrisa de hierro y un corazón envuelto en terciopelo negro. Lord Alistair Sinclair.

El acoso de Lord Sinclair

Desde el instante en que Sinclair cruzó las puertas del club, el aire pareció tornarse más espeso, cargado de una energía oscura y sofocante. Alto, imponente, con el cabello negro azabache cayendo con descuido calculado sobre su frente, y unos ojos oscuros como la profundidad de un abismo sin fondo. Había en él una quietud perturbadora, la paciencia de un cazador que sabía que su presa no tenía escapatoria.

Elias lo sintió antes de verlo. Aquella mirada lo quemó desde lejos, recorriéndolo con un detenimiento lacerante, como si le arrancara cada capa de piel hasta dejarlo en carne viva. Cuando subió al escenario, su danza fue una plegaria disfrazada de arte. Cada movimiento era una súplica, cada giro una tentativa desesperada de huida. Pero el lazo invisible entre él y Sinclair se estrechaba con cada paso, atándolo con hilos de un destino inquebrantable.

La música se volvió una confesión de angustia. Elias danzó con la intensidad de un hombre que lucha contra su propia sombra, sus manos trazando figuras en el aire como alas de un ángel caído. Su cuerpo hablaba en un idioma que solo los que han probado la desesperación pueden entender. Pero no importaba cuánto gritara su cuerpo; la mirada de Sinclair no titubeó ni un segundo. Era el lobo contemplando a la gacela herida, con la certeza de que la sangre pronto mancharía el suelo.

Cuando la última nota se desvaneció en el aire, Elias quedó inmóvil en el centro del escenario, el pecho elevándose y descendiendo en un intento fútil de recuperar el aliento. Los aplausos fueron un eco lejano, un ruido sin sentido. Solo había una realidad en su mundo en ese instante: los ojos de Sinclair, atrapándolo en una promesa silenciosa de destrucción.

El encuentro con Lord Sinclair

Bajó del escenario con las piernas temblorosas. No tuvo tiempo de respirar antes de sentir el aroma de sándalo y tabaco impregnando el aire a su alrededor.

— Eres exquisito — susurró Sinclair a su espalda, su voz como el roce de terciopelo contra la piel desnuda. Elias sintió un escalofrío reptarle por la columna.

Sinclair se movió a su lado, inclinándose apenas para susurrarle al oído.

— Me gustaría tenerte para mí esta noche.

Elias tragó en seco. Sus labios se entreabrieron, pero no pudo hablar. Cada fibra de su ser gritaba que huyera, pero sus pies parecían anclados al suelo.

— Elias ya tiene planes esta noche — intervino una voz firme, rompiendo el instante como el filo de un cuchillo.

Lucien.

Apareció a su lado con la postura de un guerrero medieval protegiendo su fortaleza. Su mirada se clavó en Sinclair con el desafío de alguien que ha enfrentado monstruos antes y ha sobrevivido para contarlo.

El rostro de Sinclair no reflejó emoción alguna, pero su sonrisa se torció levemente en una mueca de desdén. Interesante, musitó antes de girarse y alejarse con la elegancia de un verdugo que sabe que su hacha aún encontrará carne.

Elias se derrumbó en una silla, incapaz de contener el temblor en sus manos.

— No puedo seguir así, Lucien — susurró, con la voz rota — Este miedo me está matando.

Lucien se arrodilló frente a él, tomando sus manos frías entre las suyas.

— No estás solo, Elias. No permitiré que te hagan daño.

Los ojos de Elias se empañaron con lágrimas silenciosas.

— ¿Por qué? ¿Por qué te importo tanto?

Lucien sonrió, una sonrisa llena de tristeza y determinación.

— Porque veo en ti lo que nadie más ve. Y porque, en el fondo de tu desesperación, todavía hay un destello de esperanza. Además ya te lo había dicho, te amo.

El atardecer sobre Londres

El sol se hundía en el horizonte, tiñendo la ciudad con tonos de sangre y ámbar. La niebla serpenteaba entre los edificios como una criatura hambrienta, ocultando los secretos de la noche en su abrazo helado. En los callejones, el pecado y la muerte danzaban de la mano.

Entre las sombras, Jack el Destripador caminaba. Nadie lo veía, nadie lo oía, pero él estaba allí. Observando. Esperando. Saboreando el momento exacto en el que podría reclamar lo que era suyo.

— Ángel caído — susurró al viento, su voz un veneno dulce — Pronto estarás entre mis manos.

Elias, acurrucado en su habitación, sintió el escalofrío de un presagio. No sabía por qué, pero en su corazón, un presentimiento le arrancó el aire: la verdadera pesadilla aún no había comenzado.




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