La obsesión de Lord Alistair Sinclair por Elias Fairchild no era una llama que ardiera con furia instantánea, sino un veneno lento, un veneno que se filtró en su sangre hasta convertirse en su única razón de existir.
Era el hambre de un depredador acechando a su presa, la necesidad febril de poseer algo tan puro que su sola existencia se volvía un agravio. Sinclair no era un hombre acostumbrado a la espera; su voluntad era ley, su deseo, destino. Y aquella noche, la paciencia había llegado a su fin.
La sombra de la obsesión
Sinclair había descubierto a Elias en El Espejo de Éter, un lugar donde la moralidad se diluía en la penumbra y el arte del deseo se vestía con luces y sombras. Desde la primera vez que lo vio, supo que debía tenerlo. No como un amante, no como un igual, sino como una joya secreta, un mártir para su devoción. Elias era la imagen de un ángel desterrado: su cabello dorado como el sol que ya no lo tocaba, sus ojos azules como un mar que nunca había conocido tormentas.
Cada noche, Sinclair lo observaba desde su mesa en la penumbra, sus dedos enroscados alrededor de la copa de brandy, como si la fuerza de su agarre pudiera cerrarse también en torno al frágil cuello de Elias. Cada movimiento del joven en el escenario era un cántico, una plegaria silenciosa que Sinclair interpretaba como una súplica: tómame, rómpeme, hazme tuyo.
- Eres mío - murmuraba entre los labios de su copa, mientras los violines del salón entonaban notas melancólicas. Lo has sido desde el primer instante.
Las fauces de la trampa
Esa tarde, Elias caminaba por las calles de Londres, su silueta esbelta recortada contra la niebla espesa. El aire tenía un filo cortante, y el aliento de la ciudad flotaba en vapores que se enroscaban alrededor de los faroles encendidos. Sentía una presencia tras él, una sombra que no podía ver pero que pesaba en su piel como un dedo espectral recorriéndole la espalda.
Entonces, la voz.
- Elias.
El joven se detuvo de golpe. La voz era sedosa, con una cadencia hipnótica que prometía una dulzura que él sabía falsa. Sinclair estaba allí, envuelto en su abrigo de terciopelo negro, el borde de su sombrero proyectando una sombra que ocultaba la hambruna de su mirada. Elias sintió cómo su estómago se contraía en un nudo helado.
- Necesito hablar contigo.
Elias dio un paso atrás, pero la mano enguantada de Sinclair se cerró alrededor de su muñeca como un grillete.
- No temas - dijo el hombre con una sonrisa que no llegó a sus ojos - Solo quiero ofrecerte un pequeño paseo.
El joven intentó zafarse, pero la fuerza de Sinclair era inhumana, como si la misma oscuridad le concediera un poder invisible. Antes de que pudiera gritar, el mundo se cerró en torno a él. Un carruaje negro esperaba en la esquina, las puertas abiertas como la boca de una bestia hambrienta.
Elias luchó, pero fue en vano. La puerta se cerró con un golpe sordo, y la niebla se tragó el último rastro de su libertad.
La prisión de sombras
El carruaje avanzaba con violencia, sus ruedas cortando el silencio de la noche. Dentro, Elias temblaba, su respiración entrecortada mientras el aire se volvía más denso, más pesado. Sinclair estaba a su lado, su mirada devorando cada centímetro de su piel con una intensidad que hacía que su propia carne se sintiera ajena.
- No temas, Elias - dijo con voz aterciopelada, acariciando su rostro con el dorso de los dedos - Pronto entenderás que la resistencia es inútil. Eres mío.
Elias cerró los ojos, como si eso pudiera disolver la pesadilla en la que había caído.
La mansión de los susurros
La residencia de Sinclair no era solo una casa; era un mausoleo de secretos. Las paredes de mármol oscuro parecían absorber la luz, y los pasillos exhalaban un aroma a cera vieja y perfume rancio. Era un lugar donde los gritos se convertían en susurros y la desesperación era solo un eco más entre los muros.
Sinclair arrastró a Elias hasta una habitación adornada con cortinas de terciopelo rojo, gruesas y opulentas como un sudario de sangre. En el centro, una cama de dosel dominaba el espacio, su cabecera tallada con figuras mitológicas de amantes trágicos y dioses crueles.
Elias intentó retroceder, pero la mano de Sinclair lo sostuvo con una firmeza que no dejaba lugar a dudas. Con un solo movimiento, lo lanzó sobre la cama, los postes crujieron como si protestaran ante la violencia. Las cuerdas se cerraron alrededor de sus muñecas, atrapándolo como un insecto en una tela de araña.
Sinclair sonrió, su sombra alargándose en la penumbra.
- Ahora, Elias... ya no hay escapatoria.
El sacrificio del ángel
Las lágrimas brotaron de los ojos de Elias, cayendo sobre la seda fría de las sábanas. Cada sollozo era una plegaria a un dios sordo, un grito ahogado en la garganta del destino.
- Por favor... - su voz era apenas un susurro, tan frágil como el aleteo de una mariposa atrapada en una tormenta.
Sinclair lo contempló con el placer de un artista admirando su obra maestra. Para él, Elias no era una persona, sino una reliquia que debía ser adorada y despojada de su voluntad. Y él, su devoto, estaba dispuesto a profanar cada rincón de su pureza.
Elias cerró los ojos, sintiendo que la noche lo devoraba.
Mientras tanto, en la noche...
Más allá de la opulenta prisión de Elias, Londres seguía su curso. La niebla reptaba entre los callejones, donde las farolas apenas lograban perforar la negrura. Y entre las sombras, otro depredador caminaba con pasos silenciosos.
Jack el Destripador.
Sus manos enguantadas se deslizaron por la empuñadura de su cuchillo, su aliento era un susurro de muerte. En su mirada, no había pasión ni lujuria, solo el placer de la caza, la satisfacción de ver la vida apagarse entre sus dedos.