La noche en Londres era un pozo de sombras y murmullos, donde el frío húmedo se aferraba a las calles como los dedos de un cadáver aferrándose a la vida. La niebla, espesa y espectral, reptaba entre los edificios, ahogando las farolas y envolviendo cada esquina en un manto de incertidumbre. Era una noche de espectros, una noche en la que los secretos susurraban entre las brumas, una noche en la que Jack el Destripador vagaba como un fantasma en busca de su destino.
Pero no era el filo de su navaja lo que palpitaba en su mente esta vez. No, esta noche algo más ardía en su interior, un fuego que no podía extinguir, una fiebre que no podía calmar. Elias Fairchild. Su nombre era un eco persistente en su cráneo, una melodía de tiempos pasados, un veneno y una cura.
Elias, con su cabello dorado como el trigo bajo el sol, con su piel blanca como el mármol de una estatua griega, con sus ojos de un celeste tan puro que parecían robarle color al cielo mismo. Elias, su paraíso perdido, su única luz en un mundo hecho de sombras.
—Elias,— susurró Jack, mientras sus pasos resonaban sobre el empedrado húmedo. —Eres mío. Siempre lo has sido.
Recuerdos de una Luz Perdida
Recordaba aquellos días en los establos de la mansión Fairchild, donde el olor del heno fresco y la madera envejecida se mezclaba con el aroma dulce y cálido de la piel de Elias. Allí se encontraban, lejos de las miradas del mundo, lejos del juicio de los dioses. Entre caricias furtivas y besos robados, construyeron un paraíso de piel y suspiros, de promesas tejidas en la penumbra de los amaneceres.
Pero los dioses son crueles, y su paraíso fue arrancado de raíz el día en que Lord Fairchild los descubrió. Thomas, el muchacho de las sombras, el hijo de la servidumbre, fue expulsado como si fuera una plaga, como si su amor fuera un pecado tan vil que merecía el destierro. Y Elias... Elias fue condenado a algo peor que el exilio: fue arrancado de su lado y dejado a merced de un mundo que no perdona la fragilidad.
Desde entonces, Jack no fue más Thomas. Desde entonces, su amor se convirtió en hambre, su ternura en furia, su devoción en una obsesión abrasadora.
—No dejaré que sigan separándonos.
La promesa se evaporó en la niebla, tan etérea como los suspiros de los moribundos.
La Jaula de Elias
Mientras Jack deambulaba entre las sombras, Elias yacía en la prisión de terciopelo de Lord Sinclair, un carruaje lujoso que olía a cuero caro y a desesperación. Su cuerpo temblaba, no de frío, sino de la agonía que se alojaba en sus huesos, en su piel, en su alma misma.
El peso de Sinclair aún estaba sobre él, sus manos aún estaban en su carne, su aliento aún estaba en su cuello como el aliento de un demonio que se ha saciado de su presa. El carruaje se detuvo con un chirrido que pareció atravesar su cráneo. La puerta se abrió, dejando entrar la helada brisa de la noche.
—Sal,— ordenó Sinclair con una voz pétrea, sin emoción, sin piedad.
Elias obedeció, tambaleándose al pisar el empedrado húmedo. Se sintió como una marioneta rota, sostenida por hilos invisibles de dolor y humillación. Sinclair lo miró con una sonrisa fría, una sonrisa que no tenía nada de humano.
—Volveré por ti, Elias.— La amenaza se deslizó de sus labios como un veneno dulce. —Y la próxima vez, no habrá escapatoria.
La puerta del carruaje se cerró con un golpe seco. Las ruedas giraron sobre el lodo, alejándose, llevándose consigo el eco de la condena.
El Teatro del Dolor
Elias avanzó con pasos vacilantes hacia El Espejo de Éter, el club que era su jaula dorada, el escenario donde su miseria se exhibía como un espectáculo. La luz de los faroles pintaba su piel con sombras y luces intermitentes, como si el mundo mismo jugara con su desgracia.
Al cruzar las puertas, Viktor lo esperaba con la furia dibujada en su rostro.
—¿Dónde diablos has estado?— rugió, sus dedos hundiéndose en el brazo de Elias como garras de hierro.
Elias intentó hablar, pero su voz estaba rota, reducida a cenizas en su garganta. No había palabras para explicar lo que había pasado, no había lenguaje suficiente para describir su infierno.
—El club está a punto de abrir, y tú no estás listo.
No era una queja. Era una sentencia.
El Baile de un Hombre Roto
Elias obedeció. Se vistió con manos temblorosas, ocultando su piel herida bajo telas lujosas, disfrazando su desgracia con seda y encaje. La ropa pesaba sobre su cuerpo como un sudario. Cuando subió al escenario, la multitud lo recibió con un murmullo expectante. La música comenzó, y su cuerpo se movió en una danza que no era suya, en un ritmo que no pertenecía a su alma. Cada giro era un grito ahogado, cada ondulación de su cuerpo era una súplica silente.
Pero nadie escuchaba. Nadie veía. Sus ojos recorrieron la multitud, buscando un rostro familiar, una salvación en el océano de miradas ávidas. Pero solo encontró sombras. Solo encontró vacío.
El Ocaso de los Perdidos
Mientras Elias bailaba su agonía en el escenario, el atardecer sangraba sobre Londres, tiñendo los cielos de rojo y oro, como si el sol mismo llorara por los condenados. La niebla danzaba entre los edificios, susurrando nombres olvidados, arrastrando promesas rotas en su vientre.
En los bajos fondos, Jack el Destripador caminaba entre la bruma, un lobo entre corderos, una sombra entre sombras. Su mente estaba clara, su propósito grabado a fuego en su piel.
Elías.
La voz de Jack era un eco entre la niebla, un presagio, una sentencia.
—Pronto serás mío.
Y en la distancia, mientras Londres respiraba su miseria, el destino de Elias Fairchild estaba sellado.