El viento nocturno arrastraba la bruma por las calles de Londres, impregnadas de pecado y secretos. Mientras tanto, en lo alto de la ciudad dormida, Elias Fairchild se desmoronaba en un cuarto dorado, donde la opulencia era una jaula de barrotes invisibles. El eco de la música y las risas falsas del club El Espejo de Éter resonaban en sus oídos como un tormento sin fin.
Había terminado su actuación, pero el sudor en su piel no era producto del esfuerzo, sino de la angustia que se deslizaba por su cuerpo como un veneno ardiente. Se dejó caer en un diván de terciopelo carmesí, sintiendo cómo las telas suaves se pegaban a sus heridas invisibles, aquellas que Sinclair había dejado marcadas en su alma.
La puerta de su camerino se abrió con un crujido. Viktor se apoyó en el umbral, los brazos cruzados sobre su pecho ancho, su expresión endurecida por el disgusto.
—Has estado horrible esta noche —dijo con desdén— Los clientes vienen aquí por un espectáculo, no por un hombre que baila como si estuviera al borde del colapso.
Elias no respondió. Su mirada se perdió en el espejo frente a él, donde su reflejo le devolvía la imagen de un fantasma. Los ojos azul pálido estaban opacos, su piel demasiado blanca bajo la luz cálida del camerino.
—¿Para qué me necesitas si te avergüenzo tanto? —murmuró, sin fuerzas para desafiarlo.
Viktor se acercó en un par de pasos largos, inclinándose sobre él. Su voz se deslizó como un puñal helado contra su oído.
—Porque me perteneces, Elias. Y mientras tengas aliento en tu cuerpo, seguirás bailando para mí.
Antes de que Elias pudiera replicar, Viktor le tomó la barbilla con una fuerza que rozaba la crueldad, obligándolo a mirarlo.
—Ahora díme, ¿qué te ha hecho Sinclair esta vez?
Elias tragó saliva. Sus labios temblaron antes de poder articular palabra, pero su mente se rebeló contra la idea de compartir su dolor. Callar era lo único que podía hacer para no ser destrozado aún más.
—Nada —susurró, y Viktor soltó una carcajada amarga.
—Nada, claro. Porque así es como luces cuando nada te ha ocurrido.
Viktor lo soltó bruscamente, alejándose hacia la puerta.
—Descansa. Mañana deberás compensar por esta noche patética.
La puerta se cerró con un golpe seco. Elias se abrazó a sí mismo, sintiendo su piel arder donde Sinclair había dejado sus huellas. Sus ojos se cerraron, pero el sueño no vino a reclamarlo. Solo el pasado.
Las Sombras en el Umbral
Mientras Elias se sumergía en sus recuerdos, la ciudad respiraba bajo la atenta mirada de un hombre envuelto en sombras.
Jack el Destripador.
Sus pasos resonaban sobre el empedrado húmedo mientras avanzaba entre callejones olvidados, donde el hedor a sangre y desesperación era un aroma cotidiano. Su mente no se enfocaba en su próxima víctima. No esa noche. No cuando su verdadera obsesión respiraba en algún rincón de Londres, perdido y quebrado.
Elias.
Su nombre vibraba en su lengua, en sus pensamientos, en cada latido de su corrompido corazón. Jack había buscado y esperado, había seguido su rastro entre susurros y calles sin nombre. Y ahora, su presa estaba cerca.
Los rumores lo habían llevado hasta El Espejo de Éter, aquel nido de decadencia donde hombres poderosos se entretenían con la desgracia ajena. Un lugar donde su Elias era poco más que un espectáculo, una joya en exhibición.
No podía permitirlo.
Apoyó la mano enguantada sobre la pared de ladrillos fríos, respirando hondo, sintiendo cómo la brisa le traía el eco de la música, las risas huecas, los lamentos ahogados.
—Elias... —murmuró, su voz llena de promesas rotas y juramentos siniestros.
La sangre hervía en sus venas con una intensidad que ninguna caza había provocado en él. No era el ansia de matar lo que lo devoraba esta vez, sino la urgencia de reclamar lo que le había sido arrebatado.
Con paso decidido, Jack se perdió entre la niebla, adentrándose en el corazón de la noche, en busca de su destino.
Y en algún lugar, tras puertas cerradas, Elias Fairchild temblaba sin saber que su hora estaba por llegar.