Amor En La Niebla De Whitechapel

El Silencio De Elias

La habitación era un santuario de sombras y agonía. Elias yacía en la cama con la mirada fija en el techo, donde las grietas dibujaban constelaciones de un universo al que no pertenecía. El aire estaba impregnado de su propio dolor, de la humedad que rezumaban las paredes y del eco del tormento que lo consumía por dentro. No podía moverse sin que la piel protestara, sin que los recuerdos de Sinclair se deslizaran por su mente como cuchillas afiladas.

El peso de la noche caía sobre él como una losa. Cada latido de su corazón era una herida abierta, cada respiración un recordatorio de su miseria. Cerró los ojos, pero no encontró descanso, solo la repetición incansable de las palabras de su captor:

—Eres mío, Elias. No importa cuántas veces intentes huir, siempre te encontraré.

Las marcas en su piel ardían como brasas, pero el verdadero dolor era más profundo. Estaba en su alma, en la certeza de que jamás podría ser el mismo. Se sentía sucio, corrompido, indigno de cualquier atisbo de luz. Ni siquiera el pensamiento de Lucien, su único refugio, lograba consolarlo.

Un golpe suave en la puerta lo hizo estremecerse. Su corazón tropezó con su propia angustia. Sabía quién era antes de que la voz de Lucien lo confirmara.

—Elias, por favor... ábreme.

La súplica en su tono le rompió algo en el pecho. Quiso levantarse, correr a sus brazos, perderse en su calidez. Pero no podía. No después de lo que había pasado. No después de haber sido mancillado de aquella manera.

—No puedes estar aquí, Lucien —susurró, su voz rasgándose como papel viejo.

—Déjame verte. Necesito saber que estás bien.

Pero no lo estaba. Y si lo veía... si Lucien posaba esos ojos puros sobre su cuerpo destrozado, sobre su alma quebrada, ¿qué vería? ¿Aún lo amaría? ¿O solo vería lo que quedaba de él, una sombra rota de lo que alguna vez fue?

—Por favor, Elias. No me hagas esto.

Cada palabra que Lucien pronunciaba era un filo que se hundía más y más en su carne. Se llevó las manos al rostro, ahogando un sollozo que amenazaba con liberarse. No podía permitir que Lucien lo viera así. No quería ver el reflejo de su propio dolor en los ojos de su amado.

—Vete —dijo, forzando la voz a no quebrarse— No quiero verte.

Silencio. Luego, un suspiro. Un lamento ahogado.

—No importa lo que creas, Elias. No voy a dejarte solo —susurró Lucien al otro lado de la puerta.

Elias sintió cómo su cuerpo temblaba. Se abrazó a sí mismo, en un intento inútil de contenerse, de evitar que su alma terminara de desmoronarse. Escuchó los pasos de Lucien alejándose lentamente y, cuando el sonido de su partida se perdió en la lejanía, dejó caer la cabeza contra las sábanas empapadas de sudor y lágrimas.

La noche avanzó, cruel y despiadada. No había consuelo. No había redención.
Solo quedaba el peso de la oscuridad, abrazándolo como un amante perverso, negándole la posibilidad de volver a ser el hombre que alguna vez fue.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.