Amor En La Niebla De Whitechapel

Las Cadenas Del Placer

La Promesa De La Sangre

La noche se derramaba sobre Londres como un vino oscuro, espeso y embriagador. La bruma serpenteaba entre las calles adoquinadas, enredándose en los faroles de gas que titilaban como las últimas brasas de un incendio agonizante.

En la cúspide de la ciudad, lejos del hedor a pobreza y desesperanza, se alzaba la mansión de Lord Alistair Sinclair, un santuario de lujo y perversidad, donde los pecados no se susurraban, sino que se pronunciaban con el descaro de quien jamás ha temido la condena.

Los Delirios de un Depredador

Lord Sinclair reposaba en su butaca de cuero oscuro, con una copa de brandy reposando en su mano pálida como la de un cadáver. Sus dedos jugaban con el cristal, deslizándose sobre él con la misma lentitud con la que la noche devoraba el último resplandor del crepúsculo.

La llama de las velas se reflejaba en sus pupilas, pequeñas y voraces, como si el fuego danzante habitara en sus ojos. Su mente, embriagada de poder, volvía una y otra vez a la sinfonía de la tarde anterior: el aroma del miedo impregnado en la piel de Elias, la súplica quebrada en su voz, la humedad de sus lágrimas derramadas sobre el suelo de mármol negro.

—Eres mío, Elias…— murmuró, su voz deslizándose en el aire con la dulzura venenosa de una plegaria sacrílega.

No era la primera vez que dominaba un cuerpo hasta doblegarlo, pero Elias… él era diferente. Su resistencia le daba un sabor exquisito a la victoria, como el último aliento de un moribundo que aún intenta aferrarse a la vida antes de sucumbir.

El placer de Sinclair era cruel, afilado como una hoja de navaja deslizándose por la piel sin permitir que la herida brotara de inmediato.

Y su obsesión crecía, voraz, indomable, insaciable.

El Crepúsculo de la Esperanza

Mientras Sinclair se deleitaba en sus memorias, en un rincón perdido de El Espejo de Éter, Elias se encogía en su lecho, su cuerpo aún temblando con la memoria de lo sucedido.

Las sombras en la pared se retorcían, dibujando las garras de un monstruo que ya no necesitaba estar presente para seguir tocándolo. Cada rincón de su piel ardía con la huella invisible del pecado de otro, cada respiro le recordaba que había sido tomado, despojado de su propia voluntad.

Un golpe en la puerta lo hizo estremecer. Lucien.

—Elias…— La voz de Lucien era baja, trémula.

Elias no quería responder, pero su silencio era un grito que lo asfixiaba por dentro.

—No estoy bien.— La verdad escapó de sus labios como un espectro que finalmente encontraba la forma de atravesar el velo de su prisión.

Lucien se acercó con cautela, como si temiera que Elias fuera a quebrarse con el más mínimo contacto. Y quizás así era.

—Fue Sinclair…— Las palabras se derramaron de sus labios con un temblor amargo. —Me… me usó. Como si yo no fuera nada.

Lucien sintió la furia nacer en sus entrañas como un incendio que se alimentaba de sí mismo.

—Voy a matarlo.— Su voz era una sentencia de muerte.

Elias levantó la mirada, sus ojos empañados de dolor y algo más… ¿Esperanza?

—¿Por qué te importo tanto?

Lucien sonrió, una mueca rota pero llena de convicción.

—Porque te veo, Elias. Incluso cuando crees que te has desvanecido.

El Silencio de la Venganza

Mientras Elias encontraba refugio en las palabras de Lucien, Lady Fairchild, en su mansión de mármol y secretos, recorría con sus dedos enguantados los bordes de un sobre lacrado. Sus labios se curvaron en una sonrisa fría al leer las palabras escritas con la caligrafía que más despreciaba en el mundo.

—Así que aquí está la llave de tu perdición…— susurró, con la dulzura de quien acaricia un puñal antes de hundirlo en el corazón de su enemigo.

Sinclair había cometido un error. Y los errores en la alta sociedad no se perdonaban… se destruían.

La Sombra en la Niebla

Londres exhalaba su aliento pestilente de humo y desesperanza cuando la figura de Jack el Destripador emergió de las sombras. La niebla se había teñido de rojo, un presagio, un eco de la sangre aún por derramar. Sus pasos eran susurros, sus manos, guadañas.

Pero su mente… su mente pertenecía a Elias. Se detuvo en un callejón donde la oscuridad era absoluta, donde el eco de las prostitutas borrachas y los mendigos agonizantes no podía alcanzarlo. Cerró los ojos y sonrió.

— Elias, dulce cordero… el infierno no termina con Sinclair. Yo haré que realmente lo conozcas. Haré que sufras tanto que amarás su toque antes que el mío.

La niebla lo devoró entero. Y Londres, en su miseria perpetua, se estremeció.




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