Amor En La Niebla De Whitechapel

La Sinfonía De Los Condenados

La mansión Fairchild se erguía como un mausoleo de secretos inconfesables. Las sombras de las velas danzaban sobre las paredes forradas en terciopelo burdeos, murmurando historias de pactos rotos y amores muertos.

En el despacho principal, una llama temblorosa iluminaba el rostro de Lady Eleanor Fairchild, quien sostenía una carta entre sus dedos, tan afilados como la verdad que está a punto de desenvainar. Era una carta escrita con tinta de desesperación, un arma envuelta en papel y promesas deshechas.

Lord Fairchild se reclinó en su butaca de cuero, con la barbilla alzada en un intento fallido de preservar su dignidad. La habitación olía a tabaco añejo y al brandy que se evaporaba en su copa de cristal. Pero entre aquellos aromas persistentes flotaba algo más denso, más lacerante: la certeza de que el reinado de su dominio estaba llegando a su fin.

—¿Qué es lo que quieres, Eleanor?—su voz fue un eco amargo de su propia arrogancia. Un susurro más cercano al miedo que a la autoridad.

Lady Fairchild esbozó una sonrisa que no alcanzó sus ojos, dos esferas de hielo azul, frías y letales.

—Quiero el divorcio,—dijo con calma venenosa.

Lord Fairchild arqueó las cejas, incrédulo.

—Elias regresa conmigo,—continuó ella, con voz imperturbable—. Recuperaré mi apellido de soltera y se lo otorgaré a nuestro hijo. Y, por supuesto, me quedaré con una parte considerable de tu fortuna.

El golpe fue más profundo que una daga enterrada entre las costillas. Lord Fairchild se puso en pie de un salto, derribando su copa. El brandy corrió por la alfombra como sangre sobre la nieve.

—¡No puedes hacer esto, Eleanor!—su voz se quebró en la última sílaba.

Ella inclinó la cabeza levemente, como si observara a una criatura a punto de ser sacrificada.

—Puedo y lo haré. Elias es lo único que me importa. Y tú, Alexander, tú no eres más que un fantasma en la historia de nuestras vidas.

El Baile de la Desesperación

La noche cayó sobre Londres como un sudario de sombras y neblina. Las farolas apenas lograban atravesar la espesura de la bruma que se deslizaba por las calles como un espectro hambriento. En El Espejo de Éter, Elias se preparaba para su actuación, el alma hecha jirones bajo la seda de su vestimenta. Cada hebilla de su traje, cada pliegue en su tela, era un reflejo de la opresión que cargaba sobre los hombros.

Cuando subió al escenario, el murmullo del público se diluyó en el silencio expectante. La música comenzó, un vals tan melancólico que parecía llorar notas en lugar de entonarlas. Elias se movió como si flotara, un ángel caído arrastrado por el viento de su propio lamento. Cada giro, cada inclinación de su torso, era un grito enmudecido, un susurro de auxilio envuelto en arte.

Pero esta noche era distinta. Su danza ya no solo era tristeza; era una plegaria desesperada. Su cuerpo hablaba el lenguaje del dolor, de la desesperanza. Sus ojos se alzaban una y otra vez, buscando en la multitud una mirada que lo reclamara, un faro en medio del abismo. Y la encontró.

Lucien.

El joven aristócrata lo observaba con el alma expuesta, con el corazón desangrándose en su pecho. En su mirada, Elias encontró la promesa de algo que había olvidado cómo se sentía: la posibilidad de ser salvado.

Sombras en el Público

Desde las sombras, otros ojos lo acechaban. Lord Sinclair y Jack el Destripador. Uno con la devoción ciega del coleccionista que ansía poseer la pieza más exquisita de su colección. El otro con la obsesiva locura del cazador que no busca presas, sino trofeos. Jack lo contemplaba con una sonrisa apenas perceptible en la penumbra, sus dedos tamborileando en el apoyabrazos de su asiento, un depredador saboreando la inminencia del festín.

—No eres más que un eco en la brisa, Elias—murmuró para sí mismo— Y los ecos solo existen cuando alguien los llama.

Ecos de Posesión

La melodía llegó a su clímax y Elias terminó su danza con un último giro, los brazos extendidos, la respiración entrecortada. El silencio se rompió en una ovación ensordecedora, pero él no la escuchó. Su mente seguía atrapada en aquel instante en el que sus ojos y los de Lucien se habían encontrado, una promesa muda, una cadena invisible que tiraba de él hacia algo desconocido.

Pero entre las sombras, Jack el Destripador se incorporó con calma. Sus pasos resonaron en la oscuridad con la cadencia de un reloj de muerte.

—Eres mío, Elias—susurró para sí mismo, con una certeza tan aterradora como inamovible—. No porque lo desees, sino porque ya no tienes opción.

Y entonces desapareció entre la bruma, un espectro de carne y hueso, un amo sin cadenas, un monstruo sin remordimientos.

El Atardecer sobre Londres

Elias descendía del escenario cuando la luz mortecina del atardecer pintó la ciudad de tonos ardientes. Londres sangraba a la luz del ocaso, una herida abierta en la vastedad del tiempo. En la distancia, las sombras se deslizaban entre callejones, observándolo, esperando, acechando.

El éter del destino ya había sido alterado. La sinfonía de los condenados estaba llegando a su crescendo, y Elias, sin saberlo, estaba a punto de interpretar la pieza más cruel de su existencia.

La redención o la condena, su destino se escribía en cada latido de la ciudad.




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