Amor En La Niebla De Whitechapel

Los Lobos Y El Alba

Los Lobos Devoran la Noche, pero el Alba Pertenece a los Ángeles

El invierno había extendido su dominio sobre Londres con la crueldad de un monarca sin alma. El hielo se aferraba a las farolas como dedos cadavéricos, y la bruma era una amante posesiva que susurraba secretos a las piedras de las calles adoquinadas. La ciudad, vestida de sombras y escarcha, presenciaba la caída de uno de sus más antiguos depredadores.

La mansión Fairchild, otrora un bastión de poder y prestigio, yacía como una ruina maldita, un esqueleto de piedra y madera que había presenciado demasiados pecados. Las cortinas de terciopelo, ahora harapos de antaña grandeza, flotaban como fantasmas en los ventanales rotos. Dentro, el eco de los pasos apresurados de los oficiales resonaba como campanadas de juicio final.

Lord Fairchild, el intocable, el omnipotente, el hombre cuyo apellido había sido sinónimo de temor y respeto, estaba ahora reducido a un guiñapo de desesperación. Sus manos, esas mismas que habían sostenido sellos de poder y firmado condenas con una pluma de oro, estaban esposadas con hierro frío y vulgar. Su traje, otrora impoluto, estaba manchado de barro y humillación. Su rostro, antes cincelado en arrogancia, ahora era un lienzo de terror desmoronándose.

—¿Cómo te atreves, Eleanor? —rugía, como una bestia atrapada, su voz quebrada por el odio y la incredulidad. Sus ojos, fríos como el mármol, temblaban con el pánico de un animal acorralado— ¡Soy tu esposo!

En la entrada de la mansión, erguida como una estatua de obsidiana, Lady Eleanor Fairchild lo contemplaba con la calma de una viuda que ve a su verdugo caer. Su abrigo de pieles negras, cerrado hasta el cuello, absorbía la luz como un pozo sin fondo, y sus labios rojos eran la única llama viva en el frío sepulcral.

—Cuando elegiste destruir la vida de Elias —susurró, pero su voz cortó el aire como una guillotina—, cavaste tu propia tumba, maldito.

Con un ademán de desdén, agitó las pruebas que lo condenaban: cartas de sobornos, registros de explotación, secretos que apestaban a podredumbre. Cada papel era un clavo en el ataúd de su legado. La justicia, lenta pero implacable, había cerrado su puño sobre él.

Los oficiales lo empujaron hacia el carruaje celular. La madera crujía como si se burlara de él, como si la misma ciudad celebrara su caída. Las puertas se cerraron con un estrépito que marcaba el fin de una era.

El Rescate

No muy lejos de allí, el club El Espejo de Éter también caía. Sus luces doradas, que habían sido faros para la perversión y el sufrimiento, ahora se apagaban una por una. Las cadenas en sus puertas brillaban como emblemas de redención bajo la escarcha. Los carteles de Clausurado por orden judicial pendían como advertencias de un pasado que ya no podría repetirse.

Viktor, el dueño del infierno disfrazado de paraíso, era sacado a rastras por dos guardias. Sus gritos de protesta eran devorados por el viento.

—¡No pueden hacerme esto! ¡Yo solo daba a la gente lo que querían!

Lucien, emergiendo entre la multitud, lo observaba con el desprecio de un león ante un chacal.

—Lo que querían era sobrevivir —dijo con una voz que resonó como un trueno—, no ser esclavos.

Y con un ademán, arrojó al suelo documentos que detallaban cada crimen, cada vida destruida bajo aquel techo. Cada hoja era un grito silenciado, un susurro de horror que al fin encontraba voz.

A la distancia, Elias observaba la escena. Su cuerpo, envuelto en una manta que Lucien le había dado, temblaba no por el frío, sino por los recuerdos que aún se aferraban a su piel como cicatrices vivas. El Espejo de Éter caía, pero su alma aún no encontraba descanso. No había alivio en su rostro, solo un cansancio profundo, como el de un naufrago que pisa tierra firme pero aún siente el mar en los pulmones.

La Reunión

Un carruaje tirado por caballos blancos se detuvo entre la bruma. De él descendió Lady Fairchild, su silueta envuelta en la elegancia de quien ha luchado y vencido. Su rostro, esculpido en frialdad, se quebró en cuanto sus ojos encontraron a Elias.

—Hijo mío —susurró, abriendo los brazos como un refugio.

Elias, aquel que había sido una sombra en carne viva, cayó en sus brazos. El perfume a jazmín de su madre, una fragancia olvidada de su infancia, lo envolvió como un eco de tiempos mejores.

—Lo siento, madre… —balbuceó, sus lágrimas empapando la seda— Estoy… roto.

Lady Fairchild cerró los ojos y besó su frente con la ternura de una plegaria.

—Ningún corazón roto es irrompible —susurró—Te reconstruiremos, juntos.

Las Sombras que No se Van

Mientras el sol moría en el horizonte, dos figuras observaban desde las sombras. Lord Sinclair, con un cigarro apagado entre los dientes, clavaba su mirada en Elias con un anhelo malsano.

—Escapas hoy, ángel… pero volverás a mis brazos. Nadie te quiere como yo.

A su lado, Jack el Destripador ajustaba sus guantes de cuero. Bajo su máscara de gentleman, Thomas, el primer amor de Elias, sonreía.

—No sabes jugar, Sinclair —susurró, deslizando un cuchillo bajo su manga—Los ángeles no caen dos veces… sin romperse.

La Promesa

Lucien se acercó a Elias y, sin intentar poseerlo, le tendió una mano.

—Volveré mañana —dijo— Y cada día después, hasta que tu sonrisa no sea un disfraz.

Elias asintió. Sabía que la pesadilla aún no había terminado. Pero, por primera vez, el amanecer parecía posible.




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